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El innecesario renacimiento de Suspiria

La versión original data de 1977. Dirigida por Darío Argento y destinada a convertirse en un clásico, con tan solo estos parámetros una nueva versión parecía una buena idea –innecesaria– pero finalmente convencedora, en una etapa en la que el cine de terror solamente nos entrega historias donde el peso cae sobre una bruja, un bosque, y sonidos estridentes de violín, porque al final si vamos a hablar de brujas debemos hablar de Suspiria.

La nueva versión estrenada hace unas semanas corre a cargo de Luca Guadagnino, mejor conocido por su multipremiada “Llámame por tu nombre”. Por eso se esperaba que su presencia tras las cámaras fuese una pista de que íbamos a encontrar una propuesta diferente o complementaria al clásico, y lo cierto es que no fue así. Dejando a un lado algunos elementos de base, esta nueva Suspiria va en una dirección distinta a la cinta original de 1977 y tiene un poder visual innegable; pero el problema es lo irregular que resulta en otras facetas.

En un pobre intento de agrupar las necesidades actuales en torno a la narrativa y respetar los aspectos más importantes de la versión original, el esfuerzo termina con una película aburrida, lenta, con una introducción que más que presentarnos a los personajes funciona como su propio spoiler: en tan solo cinco minutos ya sabemos todo lo que tiene la historia para nosotros, ese público situado a más de cuatro décadas de la versión original. A partir de este momento nos dedicamos a cubrir una lista de requerimientos y así saber cuánto falta para que termine la historia; esta introducción remplaza la icónica secuencia inicial de la versión original que se extraña, aunque se recompensa con un clímax que aunque llega pronto deja un buen sabor de boca. Es la escena donde uno de los personajes recibe su castigo por insubordinación, una imagen visualmente hermosa, cruel y sádica, donde la cinta nos plantea de forma brillante la simbiosis que existe entre el baile y los rituales. La mala noticia es que todo eso sucede al minuto treinta de una historia que tarda 146 minutos en concluir, dejándonos dos horas de aburrimiento y sueño.

El aspecto que resulta más chocante es el de la doble personificación de la actriz Tilda Swinton; la primera como una de las matronas y la principal coreógrafa en la academia de danza, y la segunda como un psiquiatra, varón, de la tercera edad, que trata de limpiar sus errores del pasado ayudando a una de sus pacientes, que resulta ser una de las bailarinas de la academia. Pero  nunca entendemos la razón para no utilizar a un hombre en ese papel. Podemos recurrir a la idea de que el único rol masculino en este caso lo debe interpretar una mujer, pero la verdad es que eso no aporta nada a la historia y en algunos momentos solamente genera grandes expectativas sobre algún truco de la protagonista, algo que jamás se cumple. Tal vez simplemente se trataba de algún intento desesperado por alcanzar alguna nominación a un premio, algo tan pueril como eso. En sus palabras, con desenfado, la actriz dice que aceptó el segundo papel “por diversión”.

La música corre a cargo de Thom Yorke, alguien que nunca decepciona con sus aportaciones a bandas sonoras. Lo que sí dejó mucho que desear fue la forma en la que se forzó con las secuencias, sin crear una relación entre ellas. En el último acto podemos escuchar una bella melodía mientras observamos cabezas explotar y bailes de chicas desnudas en el fondo.  Y la cinta termina con una imagen totalmente ridícula y risible, lo cual resulta la mejor definición de esta nueva versión de la película.

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