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La estampida

El abstensionismo muestra otra cara de los inesperados sucesos ocurridos a lo largo de este año. El triunfo del “No” al proceso de paz en Colombia, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y la llegada a la presidencia estadounidense de Donald Trump se explica –entre otros factores- por la renuncia de millones de personas a participar en los distintos procesos electivos.

Colombia registró una abstención de 63% y el “No” ganó por el 0.43%. Si bien en Gran Bretaña acudió a votar el 72%, el Brexit ganó por menos del 4%. En el caso de los estadounidenses, las estimaciones señalan que más del 42% no ejerció su derecho al voto lo que implicó que Hillary Clinton obtuviera la escasa diferencia del 1% en el voto popular[1]. En todos estos casos, si los desertores hubieran acudido a las urnas, los resultados se habrían invertido. En todos los casos, también, son los jóvenes los más inconformes con los resultados y los que tienen menor tendencia a sufragar.

En México, ya aportamos nuestra cuota recientemente. En las pasadas elecciones de 2015, cobró fuerza una campaña que llamaba a la ciudadanía a anular el voto. El voto nulo, decían, constituía la mejor alternativa ante el desencanto, el descrédito y la desconfianza hacia el sistema de partidos. Las distintas fuerzas políticas entenderían –según los anulistas- que necesitan postular mejores candidatos, comprenderían que su comportamiento los llevaría a su desaparición y que la falta de respaldo popular los obligaría a ser más transparentes, menos corruptos, más responsables.

En los hechos, el voto nulo es -en el mejor de los casos- una protesta poco efectiva. No es un castigo a nadie, mucho menos a los partidos políticos y a sus candidatos, a esos a los que intenta condenar, ya que no afecta sus principales intereses: el monto total del financiamiento o sus prerrogativas (acceso a radio y televisión). Además, tal y como lo explicó el movimiento #noteanules, este voto tiende a favorecer a los partidos más grandes y a las maquinarias mejor aceitadas.

Más aún, el talón de Aquiles de este movimiento – del abstencionismo en general- es que no presenta una alternativa real. Si no es asistiendo a las urnas y validando el voto, ¿cómo y quién elegirá? Las decisiones se van a tomar con o sin nuestra participación: los cargos se renuevan, el destino del proceso de paz en Colombia es definido, el futuro de Gran Bretaña es resuelto. En realidad, al no ejercer el voto -o al anularlo-, se elige, aún si no se toma la responsabilidad de hacerlo. Por otro lado, si no es por la vía electoral, sólo nos quedarán dos sopas: el autoritarismo o la violencia. Y llegado el momento, de alguna de ellas habrá que tomar.

Es cierto, existe una profunda crisis de representatividad y de desafección por nuestro sistema. Sin embargo, la estrategia no puede ser emprender una estampida de votantes sin cauce ni rumbo. En dado caso, la vacuna es justamente la contraria. Es por medio de la participación -electoral y no electoral- la forma de detonar verdaderos cambios.

Sin duda, hay que exigir rendición de cuentas a la clase política pero también hay que ejercer la responsabilidad de ser ciudadano. En este país, por ejemplo, la principal forma de participación no electoral es también la más básica y se reduce a “hablar de política” (40%); el 3% de los mexicanos dice ostentar una membresía activa en partidos políticos; un 2% en asociaciones estudiantiles y vecinales, y menos del 1% en asociaciones de derechos humanos y ambientalistas[2]. Es decir, la estampida no es sólo de votantes, lo es también de ciudadanos.

Existen algunas experiencias exitosas. Este año en México, la sociedad civil organizada logró, por primera vez en la historia, la aprobación de una iniciativa de ley emanada de la ciudadanía. No sólo logró la aprobación de la Ley de Responsabilidades Administrativas –mejor y mal conocida como Ley 3de3- sino que incidió en el paquete de siete leyes federales que conforman el Sistema Nacional Anticorrupción. Si bien los medios resaltaron el fracaso del “artículo bandera” de dicha ley (la publicación –que no la presentación- de la declaración patrimonial, de impuestos y de interés de todo funcionario público y candidato), en general, los análisis dejaron a un lado el tremendo éxito del movimiento. Quien decida analizar el paquete de esas siete leyes, se dará cuenta que el éxito no fue menor: se logró rediseñar el sistema de sanciones administrativas y el de la lucha contra la corrupción. Fue un primer paso, pero sin duda uno muy importante.

En otras latitudes, por ejemplo, desde 2009 en Colombia y desde 2015 en Perú, la sociedad civil logró implementar lo que llaman “la silla vacía”. A fin de buscar reforzar la responsabilidad de los partidos políticos en la elección de candidatos, se estableció que ante una orden de captura en contra de un parlamentario, éste no sólo debe ser destituído sino que los partidos políticos están imposibilitados para reemplazarlo, lo que merma su representatividad en las cámaras y sanciona su falta de cuidado en la selección de sus integrantes.

Es decir, existen alternativas de participación pero requieren del compromiso activo de la ciudadanía. Estar desencantados e insatisfechos no basta. Indignémonos, sí. Pero también participemos.

 

[1] Recordemos que el sistema electoral en Estados Unidos no le da el triunfo al candidato que obtenga la mayoría del voto popular sino del voto electoral. En votos electorales, Donald Trump obtuvo 306 mientras que Hillary obtuvo registró 232.

[2] Datos tomados del Informe País sobre la Calidad de la Ciudadanía en México. INE y Colegio de México. 2014

 

Farah Munayer

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