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Más que una edificación, un símbolo

Actualmente, en una tercera parte de la frontera México – Estados Unidos existe un muro que divide a los dos países. Su construcción la inició Bill Clinton, presidente demócrata-amigo de los mexicanos. George Bush incrementó su extensión y reforzó su militarización y, finalmente, Barak Obama, presidente demócrata -aún más amigo de los mexicanos- finalizó la obra con alrededor de 100 kms más. De hecho, cuando era senador, en septiembre de 2006, Obama y Hillary Clinton votaron en favor del Acta del Muro Seguro, la ley que permitió su edificación.

Por ello, muchos se preguntan por qué entonces hay tanta resistencia con el muro que pretende edificar Trump pues, a fin de cuentas, la política migratoria de Estados Unidos se ha ido endurecido en los últimos 20 años con presidentes y congresos tanto demócratas como republicanos. Si bien tales medidas han reducido la migración indocumentada, también han provocado más muertes, más violaciones a los derechos humanos de quienes intentan cruzar y un florecimiento de organizaciones criminales en las fronteras.

Sin embargo, existe una diferencia fundamental: la propuesta de Trump no es la continuación de una política migratoria restrictiva, es la implementación de una política racista y xenófoba tanto al interior como al exterior de los Estados Unidos.

Es cierto que Obama apoyó la construcción del actual muro y que se convirtió el presidente que más migrantes ha deportado –alrededor de 3 millones de personas-. Sin embargo, Obama siempre tuvo en mente la implementación de una política migratoria integral. Es decir, ofreció seguridad en las fronteras –derecho y atribución de todo Jefe de Estado- pero también impulsó la emisión de mayores visas de trabajo, programas de regularización, de unificación familiar y hasta de programas de apoyo al desarrollo económico de la frontera norte de México.

La apuesta de Obama siempre estuvo en lograr la regularización de migrantes indocumentados, política imposible de lograr si a cambio no se ofrecían fronteras más seguras. El Congreso, con una mayoría republicana, votó en contra de su programa de regularización, el cual abría la residencia y la ciudadanía a casi 11 millones de indocumentados. Ante el bloqueo, el ex presidente implementó la Acción Diferida para Responsabilidad de los Padres (DAPA) y la Acción Diferida para los llegados en la infancia (DACA), lo cual se estima que beneficia a más de 5 millones de personas. La primera protege a los padres indocumentados de hijos estadounidenses o de residentes legales, mientras que la segunda ampara a migrantes indocumentados quienes llegaron siendo niños a Estados Unidos (los ahora llamados dreamers). Ante el bloqueo del Congreso, el ex presidente estableció las acciones diferidas con lo que modificó la ley de inmigración de forma unilateral por medio de una orden ejecutiva, justamente el mecanismo que ahora Trump utiliza para instrumentar sus primeras acciones como presidente.

El muro de Trump más que una edificación, es un símbolo. Un símbolo de desprecio, de racismo, de su nacionalismo mal entendido y del proteccionismo que impondrá en su mandato. EEUU cuenta con los recursos para realizarlo, pero asegurar que será México quien lo pagará es también un símbolo de su pretendida supremacía. Es una humillación. Por eso lo quiere y por eso lo anunció antes de iniciar “negociaciones” con su contraparte mexicana.

Trump alardea sobre la construcción del muro, y lo hace acompañado de un discurso que apela a las pulsiones racistas de sus seguidores. Es un muro que evitará la entrada del peor tipo de mexicanos que llegan a la tierra prometida a robar empleos, a violar a sus mujeres y a enviciar a sus hijos. El muro va acompañado del fin de las “ciudades santuario[1]”; de la prohibición de entrada de refugiados y de musulmanes; de la persecución de migrantes por “simple sospecha”; de acusar a otras naciones de robar sus trabajos y de empobrecer a la potencia económica mundial; de alzar la voz en la Organización de Naciones Unidas para amenazar abiertamente a quienes no respalden sus acciones y hasta de regatear su apoyo a las misiones de paz y a las contribuciones que realiza ante esta institución. ,

Con este discurso, el nuevo presidente alienta la exclusión, el encono y la violencia en todo su territorio. Promueve un sentimiento anti migrante que alcanzará a todos, documentados o indocumentados. Por eso resulta inaceptable el apoyo que migrantes documentados le ofrecen. Migrantes que tuvieron la fortuna de beneficiarse de políticas como la de pies secos, pies mojados; de programas de regularización como el implementado por Ronald Reagan hace 30 años o, simplemente, de llegar en mejores condiciones socioeconómicas a nuestro país vecino.

El muro de Trump fue una promesa de campaña que sin duda le redituó en votos. La política anti migratoria ha atraído muchos partidarios, no sólo en Estados Unidos sino también en muchos países de Europa. De hecho, se ha convertido en uno de los principales talones de Aquiles de la Unidad Europea. Por ello, también resulta esperanzador la respuesta de grupos de la sociedad civil y de políticos de Estados Unidos y de todo el mundo que se unen en solidaridad a favor del migrante o del refugiado, del extraño en tierra ajena que busca las oportunidades que en su hogar le han sido negadas. Que –a diferencia de lo que muchos piensan- viajan buscando trabajo, enviar comida a sus casas, y no un lugar para cometer de forma impune transgresiones a la ley.

Estados Unidos ha sido el ejemplo del sistema de pesos y contrapesos. El ejecutivo cuenta, sí, pero también la cámara de representantes, la cámara de senadores, la Corte Suprema y los distintos tribunales. Existen distintos procedimientos que consagran la separación de poderes y que evitan que el poder absoluto se concentre en el presidente. Será interesante conocer si esta nueva política es sólo impulsada por Trump o si es respaldada –por acción o por omisión- por el sistema en su conjunto.

Es cierto, la llegada de Trump puede significar una gran oportunidad no sólo para nuestro presidente sino para el país en su conjunto. Es una oportunidad para repensarnos, para encontrar nuevas rutas de acción, para situarnos en el mundo y no sólo bajo la mirada de nuestro vecino del norte. Es una oportunidad para evaluar nuestra propia política de migración y apostar por políticas de integración que eviten que los migrantes y refugiados caigan –y recaigan-en círculos de pobreza y vulnerabilidad. Es una oportunidad para actuar porque, como dijo Edmund Burke, lo único que se necesita para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada.

[1] Ciudades que no destinan recursos para la persecución o deportación de migrantes indocumentados.

 

Por Farah Munayer

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