Los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro no tienen buenos augurios. Primero fue la epidemia de Zika, que azotó a Brasil a finales del año pasado; después -en mayo de este año- vino la salida de la presidenta Dilma Rousseff por falsear supuestamente el déficit gubernamental, y hace unas semanas las autoridades locales de Río se declararon en quiebra.

Mientras los organizadores de los Juegos no dejan de repetir que todo está preparado y que serán un éxito, hay frentes de confrontación que se abren y generan nuevas razones de zozobra. Uno de ellos es la expulsión de los atletas rusos de los Juegos, porque las autoridades de las Olimpíadas hallaron una persistente exposición de dopaje de los atletas, supuestamente avalada por el propio Estado Ruso. Los funcionarios de Moscú lo niegan fehacientemente, pero lo cierto es que el mundo se perderá del espectáculo de la segunda potencia mundial en deporte, superada en medallas de oro por Estados Unidos, pero situada por encima de ellos en cantidad de medallas.

Por si fuera poco, la nube negra del terrorismo se cierne sobre Río. Hoy fueron aprehendidas diez personas bajo sospecha de vincularse a través de Internet al Estado Islámico, y con la intención de llevar a cabo atentados y comprar armas en Paraguay. «Son amateurs», dijo el jefe de la policía, pero el episodio proyectó una sombra de incertidumbre sobre lo que debe ser uno de los juegos más hermosos de la humanidad. Y si es en Río, tendría que ser un carnaval del deporte.