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Salir del poder

El poder es un elíxir muy poderoso. Subyuga a los que lo ambicionan. Marea a los que lo tienen. Hechiza a los que lo rodean. Por eso lo quieren legiones de políticos. Por el voto o por la fuerza. En México la lista de los aspirantes al poder crece a medida que se acerca el año electoral. En Estados Unidos, en la víspera de noviembre, solo quedan dos nombres.

En Japón ha sucedido el fenómeno inverso: el emperador, la figura tradicional más respetada por el pueblo, ya no quiere el poder. El emperador Akihito, hijo del legendario Hirohito, ya no se siente en condiciones de representar al Estado de Japón. Su salud se ha mermado, y ha declarado en privado que le gustaría abdicar.

La figura del emperador en Japón fue sagrada, y aún queda algo de brillo en su investidura. En la primera mitad del siglo pasado, el emperador Hirohito era dios. Era el sol, el dador de vida. Después de que Japón perdió la guerra mundial con Estados Unidos, todo eso terminó. Hirohito fue obligado por los militares norteamericanos a declarar por el radio que no era dios, y los suicidios masivos se sucedieron en todo Japón. Su hijo Akihito, entendiendo el vació de relación que se había creado con el pueblo, se acercó a sus connacionales como un mandatario terrenal. Se casó con una mujer sin alcurnia. Fue un emperador populista, muy lejano de la tradición aristocrática de los shogunes.

Y ahora quiere dejar el poder con dignidad. Pero para eso existe un problema: la ley no contempla la renuncia del máximo símbolo de la nación. Para la ley, el emperador no es un simple mortal. Menos aún un hombre humilde que quiere retirarse por el bien de su pueblo. Eso nadie lo entiende. Ni en Japón, ni en ninguna otra parte.

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