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Vergüenza y promesa

Apareció en redes sociales una noticia vergonzosa. Una línea de bolsas de la marca Christian Loubotin, famosa en todo el mundo por sus diseños de vanguardia, es elaborada por un grupo de indígenas mayas de las comunidades de Maxcanú, Oxkutzcab, Canek Maní y Xohuayán de Yucatán. Puesto así de simple el tema no tiene nada de malo; es más, es un orgullo que la artesanía mexicana forme parte de los productos de una de las firmas reconocidas en diferentes ciudades de los cinco continentes. Sin embargo, lo irritante del asunto es que la empresa vende las bolsas mexicanas en 28 mil pesos, y les paga a las mujeres indígenas 238 pesos por cada una.

¿Y esto qué tiene de particular? Muchos investigadores dirían que así ha sido la historia de nuestro país desde la conquista. Desde la llegada de los españoles, la explotación de la mano de obra indígena ha sido una constante a la que nos hemos acostumbrado. Otros dirían que así funciona el capitalismo. Ya lo decía Carlos Marx. Es más, la empresa se ha ceñido a la fórmula clásica de la acumulación originaria del capital: el diseñador francés proporciona a las bordadoras mayas la materia prima (hilos, pedrería, ornamentos), y les retribuye un precio minimalista por su trabajo. Para que los trabajadores sobrevivan. Lo demás es cuestión del funcionamiento del dinero en el mundo: las mujeres indígenas se quedan muy contentas con sus 238 pesos en sus pobres comunidades de origen, y las bolsas satisfacen los caprichos de las señoras pudientes en Madison Avenue de Nueva York, el Caesar Palace de Las Vegas, el distrito de Ginza en Tokio, la avenida Yorkville en Toronto y el Mall de los Emiratos en Dubai. La firma brilla con sus creaciones en todos los rincones del mundo.

Este Christian Loubotin es un diseñador que ha sido alabado por luminarias del espectáculo como Mike Jagger, John Malkovich y David Linch; es el creador de una línea de zapatos de estilete para mujer de 12 centímetros de altura -difundidos por Madonna, Tina Turner y Christina Aguilera- y fue contratado por los estudios de Disney para producir de manera exclusiva un número muy limitado de zapatillas de La Cenicienta. Es toda una celebridad.

Y ahora vemos que es un explotador, también, cuya fortuna proviene de costumbres y relaciones tan añejas como el saqueo de las comunidades indígenas y el pago indigno y miserable por su trabajo.

Pero todo esto puede llegar a su fin. Acaba de regresar a México Nuria Montiel Pérez Grovas, una diseñadora que realizó sus estudios superiores en Chicago, y que se inspira en los diseños de las comunidades indígenas para realizar trabajos computarizados de la más alta calidad. Produce verdaderas obras de arte. Maravillas salidas de los telares indígenas, que pasan por el tamiz de la moderna tecnología. Su centro de inspiración es Teotitlán del Valle, en Oaxaca, por la variedad y calidad de sus textiles. Pero su creatividad puede abarcar otros rubros.

Nuria no es parte del engranaje que presume la artesanía nacional mientras valida la explotación de los indígenas. Al contrario. Está convencida de que los artesanos son verdaderos artistas, y que debemos valorarlos en ese contexto. Que obtengan lo justo por su trabajo. Y que nadie los vea con altivez o misericordia por su condición histórica. Nuestros artistas son el orgullo de México.

El trabajo de Nuria se inclina hacia la creación de cooperativas, sucesoras de las antiguas cofradías de artesanos. Una labor que requiere de todo el apoyo del Estado. Pero si no lo tiene, sacará sus proyectos con sus propias fuerzas, que son muchas.

¿Significa eso cerrarle las puertas al señor Christian Loubotin e impedir sus excursiones colonialistas a Yucatán? No, de ninguna manera. Pero que pague a las artistas lo justo por su trabajo. Si la labor de la empresa es el transporte y la exhibición de productos en las vitrinas de moda por todo el mundo, le corresponde un porcentaje. Pero el monto mayor debe ir a los fabricantes y artistas. Eso sería una parte de la justicia que, por lo demás, no impera en México.

 

 

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