En épocas de guerras -como la que ahora vivimos- las noticias suelen apartarnos del estado natural que guarda nuestro espíritu. Los ataques del enemigo y los cañonazos se observan en todos las pantallas televisivas y los diarios, y el estado anímico de las personas que se encuentran fuera del territorio azotado por la guerra siempre pasa a un segundo plano.

Sin embargo, en esos momentos uno de los enemigos más comunes de la salud se establece silenciosamente en nuestros cuerpos, y desde el interior empieza a dar una batalla constante para desequilibrarnos. Se trata de la depresión, ese mal que nos quita las ganas de vivir y nos hunde en un estado de pasividad que nos priva de la alegría natural de estar vivos.

La Organización Mundial de la Salud ha dicho recientemente que la depresión afecta a 280 millones de personas en todo el mundo, y que es una enfermedad que gana terreno sin que nos demos cuenta. En Estados Unidos, solamente, 21 millones de adultos mayores de 18 años viven deprimidos, y ese estado es el causante de muchas de las muertes prematuras en el país.

En términos generales, la depresión está asociada a la tristeza crónica, a la falta de interés en las actividades cotidianas de la vida, a la baja autoestima, a los problemas para dormir y a la falta de energía. Si estos problemas no se tratan adecuadamente -muchas veces con medicamentos-, la depresión puede convertirse en una enfermedad crónica, y la vida puede convertirse en una existencia insoportable.

Los síntomas pueden ser evidentes, pero falta mucho para declararle a la depresión una guerra a muerte.