Por Luis Andrés Giménez Cacho
Llegó a la oficina de patentes justo antes de que cerrara. Para esa hora ya se habían registrado el vidrio, la carne, las vitaminas, las infecciones en vías urinarias, el otoño y las hormigas. Había meditado en su marca días, meses y años, así que le pareció gracioso que ésta le llegara hasta el último segundo del último minuto, justo a tiempo para ser el creador definitivo. Él sería el cliente que daría al traste con todo el esfuerzo concienzudo de sus congéneres; con todos los productos multiformes emanados de las fiebres de ocurrencias durante los partos de cada equinoccio. Ahora debía estar agradecido con todos los que lo ayudaron a concretar este invento.
Dio gracias a su madre, que lo obligó a limpiar las hornillas de la estufa con hisopos esa tarde, pues el retraso le permitiría brindar por su futuro éxito con un buen tequila. Para entonces ya se habrían registrado el futuro, el éxito, las preposiciones, los artículos indefinidos, el buen y, lo más importante de todo, el tequila.
Agradeció a su novia, que lo dejó sin dinero ni ropa en la avenida transatlántica. Lo abandonó encaprichada cuando él estaba a punto de descubrir el número de capas que tienen las cebollas moradas; incluso antes de que terminara de contar cada uno de los pelos del lomo de su pastor alemán preferido.
No debía olvidar a su maestra de primaria, esmerada siempre en encontrar los errores ortográficos hasta en el uniforme escolar que se ponía los jueves. Sólo sentía gratitud hacia aquella mujer que se había esforzado por mostrarle a todos sus compañeros su cara de confusión cuando ella explicaba la razón por la que el punto de ebullición del huevo es más bajo que el de la gallina.
Dio las gracias a su editor, que le recomendó no volver a utilizar las letras para agredir al papel con su poesía. Agradeció a su abuela, quién le llamaba por teléfono a deshoras para preguntarle si el dominó se tomaba mejor sólo o con hielo. Gracias a sus amigos de la universidad, que lo invitaban a alcoholizarse desenfrenadamente las noches anteriores a los bautizos de los hijos de sus sobrinos.
Se sentía profundamente agradecido con todos ellos. Por eso, cuando llegó al mostrador de la oficina de patentes, dijo, con gran satisfacción y holgura:
—Buenas tardes, vengo a registrar la ira. Se puede conocer también como enojo, rabia, coraje, disgusto, cólera, enfado, furia o irritación.
Levantó un portafolios sellado y se lo entregó al dependiente que atendía el mostrador.
—Me gustaría, además, pagar por su distribución inmediata a todo el mundo en todas las épocas.
Sintió un alivio instantáneo mientras el dependiente redactaba su recibo. Lo firmó y salió de aquel edificio como el hombre más feliz del mundo. Se deshizo de todo su dinero, de todo lo que le sobraba.
Sonrió. Al instante su cuerpo se convirtió en millones de eternas motas de polvo que volaron, vuelan y volarían por siempre. Nadie lo vería más pero todos sentirían su existencia. Ya había dejado su marca.