La primera atrocidad fue entrar a la sala de un cine en Aurora, Colorado, y asesinar a 12 personas porque sentía que su personalidad era la del «guasón», el villano necrófilo de la saga de Batman, que era la película que estaban viendo los inocentes espectadores.
La segunda atrocidad la cometieron los padres de James Holmes -el homicida confeso de 27 años de edad-, porque después de la masacre se dijeron consternados por los sucesos, pero nunca se preocuparon lo suficiente como para evitar que su hijo se convirtiera de la noche a la mañana en un homicida masivo aborrecido por el resto de la nación y del mundo.
Y la tercera atrocidad la va a tomar el jurado de Colorado al dictar la pena de muerte para un perturbado mental como el condenado, y pensar que con esa medida de extremo escarmiento se acabarán los asesinatos a mansalva en todo el territorio norteamericano.
De hecho, el ejemplo de James Holmes ya cundió, porque recientemente otro hombre intentó replicar la carnicería en un cine de Tennessee, pero esta vez con un hacha. El hombre, que fue abatido por la policía, tenía también las perturbaciones mentales suficientes como para cometer nuevas atrocidades.
Lo que sucede en la atribulada cabeza de James Holmes es como el epicentro de los errores y desatinos de la convulsionada sociedad norteamericana. Años de guerras en países ajenos, cultura de la paranoia, violencia permanente en las pantallas televisivas y electrónicas, indiferencia e irresponsabilidad de los padres y las escuelas y, sobre todo, un mercado de armas en el que cualquiera se puede armar hasta los dientes en cualquier esquina, de manera tan fácil como comprar un desarmador en una ferretería.
Tal vez, para iniciar la rehabilitación, lo mejor sería detener el libre mercado de armas, en lugar de matar como escarmiento público a esos infelices que son, a la vez, víctimas de todas las atrocidades sociales.