En un mensaje dirigido a la nación donde el presidente Obama hizo referencia a la masacre acontecida en Orlando, Florida, se preguntó, en obvia referencia a lord Trump, si debía etiquetar bajo un solo registro como miembros del “terrorismo islámico radical” a todos los ciudadanos estadounidenses que también son musulmanes. Semejante despropósito haría pensar que todos los musulmanes son miembros del grupo yihadista Estado Islámico que terminó reivindicando para sí los hechos ocurridos en el bar Pulse.
Pero si se le ocurre a Trump -y seguramente a varios de sus seguidores en Estados Unidos-, es inevitable pensar que, de una forma u otra, la población musulmana sin distingos ha comenzado –o terminado- por ser percibida como una amenaza, y a ello contribuye también la literatura.
La portada de la versión en español, publicada el año pasado, de la última novela de Michel Houellebecq, Sumisión, muestra una fotografía de la emblemática Torre Eifell con un fondo de cielo azul en el que sobresale una inquietante luna turca, símbolo del islam. Se trata de una novela polémica, porque de una manera sutil, pero amenazante, deja entrever una versión de lo que significaría un gobierno árabe en una nación como la francesa: la instrucción básica tomada por el islam encargada de transmitir, sobre todo, valores religiosos; la ausencia en calles y universidades de mujeres; y un país, en su conjunto, regido por el Corán.
Claro que Houellebecq tampoco deja bien parados a sus compatriotas. El personaje central, un maduro académico católico, típico de la clase media francesa, cínico y derrotado, termina traicionándose a sí mismo al aceptar, como el resto de sus colegas, una sumisión total a la religión islámica a cambio de una vida económicamente desahogada, con la posibilidad de tener un pequeño harem de esposas jóvenes.
Si así fuera la cosa no podría ocurrir, como afortunadamente sucede en Gran Bretaña, que un musulmán gobernara Londres sosteniendo su puesto como antídoto contra el extremismo. Sin embargo, el libro de Houellebecq abona en esa mirada tosca a la que Obama se opone, porque en su simplismo incuba el temor y promueve la intolerancia.