En un testimonio estrujante de The New York Times, una mujer llamada Najeebah Al-Ghadban dice que le informaron que su hijo había muerto en un ataque aéreo contra las fuerzas del Estado Islámico en la frontera de Siria e Irak. Y a partir de ese doloroso reconocimiento hace un recuento de lo que fue la vida en familia de Rasheed , su hijo, y de los posibles motivos que lo llevaron a enlistarse en las filas de ISIS, la organización terrorista más temida y perseguida del mundo.
Najeebah narra lo que era su vida en familia, cuando los cinco integrantes -su marido, su hijo y dos hijas- emigraron de un pequeño pueblo de Gales a Birmingahm, una de las ciudades más incluyentes y cosmopolitas del Reino Unido. Eran, como lo dice, una familia feliz, integrada al núcleo islámico de la ciudad. Todos acudían a una mezquita tradicional, donde el padre y el hijo compartían momentos de reflexión y oraciones colectivas. Pero esa armonía, con las adversidades del tiempo, empezó a resquebrajarse. Los padres empezaron a reñir, a definir sus diferencias en pleitos reiterados, y esa fractura llevó a Rasheed a buscar otros grupos de referencia y otras ideologías. La religión era la misma -el Islam-, pero los imanes eran mucho más radicales, más propensos al fanatismo, más oscuros en su comportamiento. Rasheed se empezó a distanciar de su familia. Cambio de indumentaria, se zambulló en textos sobre la guerra santa, trabó relaciones por Internet con gente de Siria.
Un día, recién cumplidos sus 18 años, Rasheed le regaló a su madre un collar de escasos diamantes, con una leyenda de amor filial que le arrancó las lágrimas. La madre pensó que ese detalle era el regreso del hijo pródigo al hogar. Pero era justamente lo opuesto: una despedida mortuoria. Raseed se había enlistado en una organización terrorista, había aceptado el martirio para llegar al cielo de las 72 vírgenes de El Corán.
Dos años después de su partida, le avisaron a Najeebah de la muerte de su hijo. Y decidió hacer de su dolor una causa: ayudar a las demás madres a prevenir la incorporación de su hijos a la bandera negra de ISIS.
Su testimonio es doblemente valioso porque desató una polémica recalcitrante en las páginas del diario. El buzón de comentarios se llenó de diatribas, felicitaciones y frases de condolencia. Hubo lectores que inculparon a los padres con acusaciones de negligencia, ceguera y escepticismo hacia el comportamiento sesgado de sus hijos. Otros los entendieron, diciendo que son los riesgos de la libertad. Otros más dijeron que la sociedad no debería permitir la existencia de imanes radicales que pueden pregonar sus fanatismos sin ningún tipo de cortapisas.
Lo que le sucedió a Najeebah es una tragedia en todos los sentidos. Lo único rescatable es el deseo de discutir sus causas para impedir su repetición.