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El cielo es el límite

En un artículo de The New York Times, escrito por un historiador y un poeta –Kenneth Weisbrode y Heather H. Yeung-, se afirma que hemos perdido el cielo. O, por lo menos, la idea idílica que teníamos del cielo. En la antigüedad, el cielo era el hogar de los dioses, el sitio donde vivían los creadores del mundo y en ocasiones se disputaban sus derechos y el alcance de sus poderes. La densidad de las nubes, los chubascos torrenciales, los relámpagos y truenos eran las evidencias de los combates encarnizados entre los habitantes todopoderosos que se situaban por encima de los mortales. 

Posteriormente, con la aparición y el imperio de las religiones que fueron extendiendo geográficamente sus dominios, el cielo se concibió como el paraíso poblado por ángeles y profetas, almas elegidas por sus buenas acciones, querubines y vírgenes hermosas e impolutas, pero también soldados bravíos muertos en batalla y mártires que se sacrificaron en las guerras santas. Allá llegaban los buenos, los hombres de bien, los que llevaron la humidad al extremo, y junto a ellos los guerreros vikingos que abrazaron la muerte sin exclamaciones de dolor, los cruzados atravesados por cimitarras, los terroristas que estallaban en los blancos con las vísceras llenas de dinamita. Era la Yanna de los musulmanes, el Valhala de los escandinavos, el cielo de los cristianos.

Ahora todo eso ha cambiado. Sobre todo, por la invasión de los satélites al espacio. En 1955, Dwight Eisenhower -entonces presidente de Estados Unidos- lanzó una iniciativa llamada «cielo abierto», en la que pretendía un espionaje dual con la Unión Soviética, para conocer desde los aires donde estaban los misiles atómicos, cuáles eran sus características y sus alcances. Como era de esperarse, Nikita Khrushchev -entonces líder del Partido Comunista de la Unión Soviética- desechó la idea, pero la competencia por dominar las vastas franjas del espacio se desató y no ha parado hasta nuestros días. Desde el lanzamiento del satélite Sputnik de la Unión Soviética en 1957, se han puesto en órbita más de 6 mil satélites, de los cuales siguen activos cerca de 3,500. Y no solamente se trata de artefactos lanzados por las dos principales potencias espaciales, sino también por Japón, China, India, Canadá, Francia y el Reino Unido, así como países no tan desarrollados como Australia, Brasil, Argentina, Arabia Saudita, México y Perú.

Según los autores del artículo, la humanidad ha logrado trastocar la visión holística del cielo. Si bien durante varios siglos el hombre levantaba la cabeza para mirar el cielo desde la Tierra, ahora el hombre se mira a sí mismo desde los cielos. La humanidad se ha apoderado de la visión de los dioses. Y no solamente restringe esta visión a las sedes de los poderes políticos, como el Kremlin y la Casa Blanca. A través de Google Earth, cualquiera puede asomarse a ver los amaneceres desde la estratósfera, pasearse por los desiertos y valles, recorrer montañas y cañones, volar entre los edificios de las ciudades, transitar por calles y avenidas, estacionarse frente a su propio domicilio.

Somos como los dioses. Y al igual que ellos podemos beneficiarnos o hacernos daño.

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