Gabriel Everardo Zul Mejía fue un recluso excepcional. Y ahora, después de recibir la consagración como sacerdote en el nada santo penal de Topo Chico, es también un prelado excepcional.
Fue un joven que creció en el Valle de Santa Lucía a un costado de Monterrey, en una colonia impregnada por la violencia del narcotráfico, los ajustes entre las bandas enemigas y la necesidad de ser aceptado por algún grupo para tener algún sentimiento de pertenencia. Siendo muy joven participó en asaltos a mano armada, riñas pandilleras en la calle y labores de espionaje para las bandas. Esas actividades lo llevaron a la cárcel, al llamado Centro Preventivo y de Reinserción de Apodaca donde, además de hacer varios amigos, encontró a Dios.
En su celda, según Gabriel recuerda, conoció la solidaridad de los demás reclusos. «Unos me dieron cobijas, otros comida». Y a partir de ese momento se vio impulsado por la necesidad de pertenencia a otro grupo, radicalmente distinto. Al salir de la prisión buscó integrarse a la iglesia. Buscó a diversos sacerdotes, formó parte de grupos parroquiales, fue misionero, se ordenó como diácono, apoyo por supuesto en la pastoral penitenciaria en varias cárceles de Nuevo León y, para culminar esa fase de su carrera, logró que el arzobispo de Monterrey lo ordenara como sacerdote en el auditorio del penal donde tuvo su primer encuentro con Dios.
Después de la ceremonia, el subdirector de Reinserción del Centro declaró que «eso demuestra el grado de recomposición del tejido social que se opera desde el penal».
Tal vez. O quizás no. Probablemente sea una golondrina que no representa la primavera. Porque el penal de Topo Chico -como lo conocen en el estado- ha sido el escenario de asesinatos de todo tipo en su interior, y en febrero de 2016 fue el campo de una guerra de exterminio entre los Zetas y el Cártel del Golfo, que arrojó un saldo de 49 personas asesinadas en su interior.
Qué bueno que el diácono se haya consagrado en la cárcel. Pero falta mucho para que Topo Chico sea un reformatorio de homicidas.