En Tokio, donde el genio artístico de Hiro Yamagata inició sus experimentos de crear arte con la luz, existe ya un museo en el que cualquiera puede ingresar a los trabajos artísticos y formar parte de cada obra. Se llama el Museo Digitital del Laboratorio del Arte sin Fronteras, y ocupa una hectárea privilegiada en la ciudad donde el metro cuadrado se cotiza como si fuera de diamante.
En cada uno de sus recintos se exhibe una obra diferente, y el común denominador del espacio es que la luz se convierte en el habitat de cada visitante. «El propio museo es una obra de arte», dice el curador Takashi Kudo, y añade que su infraestructura descansa en el trabajo de 520 computadoras y 470 proyectores de luz. Al ingresar al museo, la visión del visitante se transforma, y su interior empieza a cambiar. El espacio se vuelve un universo de luces, y el tiempo se dilata indefinidamente. La diferencia entre el arte y el espectador se diluye, y la atmósfera cambia con los movimientos de cada cuerpo que ingresa en cada sala.
El museo está compuesto por los trabajos de 60 artistas, pero la continuidad del espacio no permite distinguir con claridad uno del otro. Las fronteras espaciales no existen. Cualquiera pasa de una obra a otra sin experimentar plenamente una transformación del espacio. A lo sumo, hay modificaciones que los ojos perciben como lluvia de estrellas, pero que sobre todo se sienten en la piel. Como los cambios sutiles de temperatura.
El Museo es un viaje al universo de maravillas creado por el hombre. Una inmersión a un mundo donde los destellos de los objetos bailan con la música. Hay aguaceros torrenciales de luces de colores, peces iridiscentes que vuelan en el cielo, flores que se deshojan en rayos danzantes, cascadas de luciérnagas y una ceremonia del té donde los colores pasan por los labios.
En la obra titulada «Bosque de luz», las luces cuelgan del techo y se reflejan en el suelo, y reaccionan ante la presencia de los visitantes. A mayor ingreso de las visitas, mayor dinamismo y alegría en el juego de luces. Es lo opuesto -dice el curador Kudo- de lo que ocurre con la Mona Lisa del Louvre. En el cuadro de Leonardo, el espectador establece una relación íntima con la sonrisa de la mujer que aparece en la obra. Pero si junto al espectador se detiene otro visitante, esa intimidad cambia, sufre, puede perderse para siempre. «Esto es al revés -señala Kudo-, porque la mayor presencia de visitantes añade calidez al recinto. Aquí la compañía produce alegría.»
Es verdad, el arte puede cambiar el mundo.
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