Francisco Toledo murió hoy. Fue un cometa celeste inalcanzable que con su luz iluminó su tierra, sus lienzos, sus galerías y nuestros corazones. Nos enseñó que los colores son seres vivos, que la fantasía camina por las calles, que necesitamos ver al mundo con nuestras pupilas infantiles, que el coito entre los animales es un juego de niños, y que nuestros sueños vuelan en nuestras espaldas mientras los perseguimos de frente.
La única vez que fui a su casa fui con un puñado de ambientalistas que vivían fascinados con sus obras. Y en su pequeño jardín había una de ellas. Era una obra maestra, como todo lo que salía de sus manos. Un bosque de falos donde se escondían princesas asustadas, figuras eróticas y saurios al acecho. Todo levantado con lodo, como saliendo de la tierra al igual que los cultivos.
La conversación entre los comensales tenía la chispa de su genio, aunque Toledo no dijo una sola palabra. Nos veía a todos con sus ojos de pozo profundo. Y al final, después de los postres y los últimos tragos, llegó la lluvia. Un aguacero torrencial de los que inundan a Oaxaca fue disolviendo lentamente sus esculturas de lodo.
No quedó nada. Solo la grandeza en las nubes de un artista gigante, y el balanceo de un columpio a mitad del jardín.