El núcleo del litigio por la destitución de Donald Trump como presidente de Estados Unidos reside en una simple solicitud. «Me gustaría que nos hicieran un favor», le dijo Trump por teléfono a Volodmyr Zelensky, presidente de Ukrania, y enseguida le solicitó llevar a cabo y profundizar una investigación sobre el hijo de Joe Biden, el rival de Trump y su posible contrincante demócrata en las próximas elecciones presidenciales de octubre de 2020.
La solicitud tiene el aroma de un chantaje, porque Trump la realizó poco antes de autorizar una ayuda de más de 400 millones de dólares a Ukrania, una nación muy golpeada que perdió a más de 13,000 ciudadanos en los cinco años que duró la guerra con Rusia.
Aparentemente, el tema no tiene relevancia para la política interior de Estados Unidos, porque Ukrania es un país lejano, sin acceso a los documentos internos del Partido Demócrata, y con un presidente cuya única afinidad con Donald Trump es que él también surgió del mundo de la farándula televisiva antes de ponerse al frente de su nación. Sería, pues, un asunto intrascendente.
Pero no lo es. Y tan es así, que Trump puede perder la presidencia al término del juicio. Los demócratas han logrado poner en el centro de las acusaciones que el presidente recurre a un gobierno extranjero para atacar a sus enemigos políticos, incidir en los procesos electorales del país, y de esa manera traicionar su investidura como representante de una nación autónoma y soberana.
Llama la atención el tamaño de la acusación. A Donald Trump no se le acusa por racista, xenófobo y misógino, por haber separado a los niños pequeños de sus padres migrantes, o por alentar y encubrir los ataques de los supremacistas blancos contra los negros. No. Esas parecen ser faltas menores. Desplantes sin importancia alguna. En cambio, una llamada telefónica a una nación distante, por la fuerza de los acontecimientos, lo ha puesto en la picota.