La extraordinaria ciudad de Nueva York, el emblema del capitalismo y la pujanza norteamericana desde los albores del siglo XX, se ha convertido en la capital del Coronavirus en este año nefasto del siglo XXI. En el primer trimestre de 2020 -hasta el 5 de abril-, Nueva York tiene una incidencia de 122,031 personas infectadas, con un saldo fúnebre de 4,159 muertos. Una catástrofe mucho peor que la del ataque a las Torres Gemelas en 2001.
En la literatura, el arte y las canciones, Nueva York ha sido definida como la ciudad que nunca duerme, la exposición permanente de la pintura y la escultura, la música incesante en todos sus rincones, la muestra más extensa de la gastronomía universal, la capital incandescente y refinada del mundo. Lo que fue París en el siglo XIX.
Ahora, azotada por el Coronavirus, Nueva York se ha convertido en la ciudad de la peste. Sus virtudes se han convertido en látigos de la pandemia. La afluencia de gente en sus calles y avenidas, su población cosmopolita y los lugares de concurrencia se han quedado vacíos. Todos huyen, si todavía pueden. Nadie quiere quedarse. Y por supuesto nadie quiere ir ahí.
Los médicos y las enfermeras de Nueva York hoy son héroes que salvan vidas.
Los políticos que están al frente de la ciudad buscan desesperadamente señales de aliento, algo que puedan trasmitir a la población como un ligero destello de luz y esperanza. El gobernador Andrew Cuomo lo dice con mucha precaución, pero el fin de semana apareció ese pequeño destello. El estado de Nueva York reportó 630 nuevas muertes al día sábado, y el domingo se redujeron a 594. No es nada. Los muertos son muertos. Pero (gulp) son un poco menos.
En estos días de sálvese el que pueda, el mundo entero debería ayudar a Nueva York.