Ser parte de la familia del presidente, en cualquier país y en todo momento, es una tarea difícil de llevar a cabo. La esposa, el hijo, el yerno, la nuera o la sobrina del presidente son personas que se han despojado de su propia personalidad para asumir el papel político que le corresponde a la familia del mandatario. Dígalo si no Melania Trump, la esposa del actual presidente, que era una modelo no muy conocida es su natal Eslovenia y de ahí saltó al centro de los reflectores que iluminan permanentemente a la familia presidencial en Washington. Y no lo ha hecho mal, aunque los críticos de Donald Trump compraran sarcásticamente sus raquíticos discursos con la simpatía efervescente de Michelle Obama o con la claridad política y didáctica de Hillary Clinton.
No se puede negar que hay un abismo que separa a las mujeres y sus discursos. Pero no todo es culpa de la pobre de Melania. La prensa, ávida de escándalos y puestas en ridículo, ha subrayado los empaques ideológicos de las mujeres que rodean a los presidentes, y no se miden al plantear las diferencias. Mientras Hillary Clinton fue una mujer cuya preparación la llevó a aspirar a la presidencia, Melania ha tenido que sortear las críticas de los modistos y maquillistas.