SALOMÉ
He aquí una combinación trágicamente luminosa: Salomé, Oscar Wilde e Irene Azuela. La primera, una mujer bíblica, tuvo el mezquino mérito de ordenar la decapitación de Juan el Bautista. El segundo, un autor maldito y denostado por todos los públicos de su tiempo, tuvo el acierto de tergiversar el relato bíblico para mostrar al mundo la fuerza destructiva de la pasión, el deseo desbordado y la venganza. Y la tercera, una actriz mexicana que reveló un talento fuera de serie al ser dirigida por John Malcovich en El buen canario.
La obra es de un dramatismo inusual desde cualquier ángulo que se le vea. Salomé fue, dicen los evangelios, una mujer extraordinariamente hermosa, convertida en símbolo demoníaco por sus circunstancias y decisiones. Oscar Wilde era escritor exquisito que retaba al mundo entero en cada una de sus obras, y que a la postre resultó víctima de amores prohibidos y desahuciados. Antes de su particular tragedia, Wilde entraba a los cafés de París buscando la música adecuada para su obra. “Busco una partitura para una mujer que baila con los pies descalzos sobre la sangre de su amado”, decía, y con el tiempo la obra llegó a interesar ni más ni menos que a Richard Strauss.
La obra se estrenó mientras Wilde purgaba en la cárcel de Reading una condena injusta, y nunca pudo ver su puesta en escena.
Y Azuela, dueña también de una belleza bíblica, tiene el don de interpretar con fuerza propia las atrocidades de la venganza.