Las marchas han regresado a las calles de Brasil. Una nación que no sale de una crisis si no es para meterse en otra. Después de la corrupción encontrada en Petrobras, la deposición de la presidenta Dilma Rousseff, el gasto mayúsculo que representaron los Juegos Olímpicos y la parálisis de un gobierno sin más brújula que elevar los años requeridos para jubilarse, miles de brasileños se manifestaron en las calles de Sao Paulo, Río de Janeiro y otras 16 ciudades. El carnaval se acabó.
El malestar social es el mismo desde hace años: la corrupción gubernamental, los recortes presupuestales, la parálisis económica, la falta de empleos, la inflación, la inseguridad y el hartazgo. Y en algunos lugares -como en Río de Janeiro-, se repitió la escena que siempre pone el punto final a las marchas: la policía, azuzada con cualquier pretexto, cargó contra los manifestantes para dispersarlos. Golpes, heridos, bombas de humo, bronquios cerrados.
En Sao Paulo, Luiz Lula da Silva aprovechó la marcha para insertarse en ella y alentar su candidatura presidencial para el año próximo.
Sin embargo, hubo también otras demandas, mucho más preocupantes. Algunos grupos marchistas gritaron consignas animando al ejército a quitar mediante un golpe de Estado a un gobierno incapaz y corrupto. Y otros, que tuvieron mucho eco en la prensa, levantaron la demanda de legalizar las armas para que la población pudiese defenderse de la delincuencia. La razón, aducen, es que el gobierno no sabe ni puede defenderlos.
Ambas demandas, no sobra decirlo, ponen a Brasil a caminar en reversa.
(Con información de El País y The New York Times)