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Arquitectura en el alma

El espacio de nuestras ciudades afecta profundamente nuestra sicología. A esa sencilla conclusión se llegó en la pasada Conferencia de Ciudades Conscientes de Londres, donde confluyeron arquitectos, diseñadores, neurólogos y diferentes exploradores de la mente humana, que afirman que la arquitectura de nuestras ciudades tiene distintos efectos sobre el hipotálamo de nuestros cerebros, y que se pueden prevenir la depresión, el asilamiento y la violencia creando espacios urbanos que fomenten la convivencia y desalienten el vandalismo.

Hay ciudades y barrios que parece que nacieron con esta consigna. Los callejones de Venecia que aparecen en esta fotografía, por ejemplo, las áreas verdes de Buenos Aires, las avenidas arborescentes de París, el pueblo de Tlacotalpan en Veracruz, los jardines abstractos en los palacios de Kyoto, la península amurallada de Dubrovnik. En Vancouver, perla pulida de la armonía urbana, las calles están diseñadas para que los peatones nunca pierdan de vista las montañas a su alrededor. Son espacio privilegiados, frutos de la naturaleza, por más urbanos que sean.

Y lo opuesto, por desgracia, no solamente sucede, sino que se multiplica incesantemente tanto en países desarrollados como en aquellos llamados eufemísticamente en desarrollo. Ahí están las favelas desgajadas de los montes en Río de Janeiro, las ruidosas avenidas de El Cairo, las colonias desbordantes de gente en Bombay, los callejones violentos de San Pedro Sula. Y también, como muestra del imperialismo del asfalto, ahí están las ciudades exclusivas para los coches, con vías rápidas convertidas en largos estacionamientos: Los Ángeles, Houston, Dallas.

Y las contradicciones se acentúan al interior de las urbes. Existen espacios distintos -que producen efectos emocionales muy variados- en una misma ciudad. En la Ciudad de México, para no ir más lejos, en el Paseo de la Reforma que va desde el Castillo de Chapultepec hasta la Avenida Juárez, cualquiera respira la atmósfera imperial de Maximiliano de Habsburgo mezclada con el aroma de los Starbucks. Es un espacio amplio, arbolado, crepuscular, de camellones anchos, con monumentos de coroneles, ángeles y mujeres que vuelan y apunan sus flechas al aire. Un espacio extraordinario, de los mejores del mundo. Pero si nos vamos a los extremos cardinales de la ciudad veremos otros ángulos de una capital fragmentada. En las faldas de los cerros donde termina la Avenida Zaragoza y se inicia el camino a Puebla, por ejemplo, el mundo es todo gris. Grises las paredes de las casas, grises las pequeñas tiendas de abarrotes, grises las varillas que indican el deseo de nuevos pisos, grises las veredas terregosas que suben al cerro, grises los rostros de los que corren detrás del micro. Niños grises. Cabellos grises. Almas del mismo color. Depresión. Tristeza. Impotencia.

Y en el otro extremo, al filo de la carretera a Toluca, se erige una ciudad que es un monumento a la desigualdad social y urbana. Ahí está Santa Fe, nido de las empresas más prósperas de México, junto a las colonias pobres que se niegan a morir: el pueblo de San Mateo Tlaltenango y Palo Alto. Casas con techos de asbesto junto a edificios inteligentes. Muros de ladrillo hueco y paredes de cristal refulgente. Oficinas aromatizadas y falta de sanitarios. Altura y bajeza. Extremos arquitectónicos que irritan, provocan envidas, insultan el sentido común.

Muchos años han de pasar para lograr una ciudad homogénea. Y justa.

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