En la reciente película de Kenya Márquez, Asfixia, el público contiene la respiración en varias escenas. La trama de la cinta descansa en una mujer albina que sale de prisión para buscar sin tregua el paradero de su hija, y el oxígeno es un déficit que falta a lo largo de toda la historia. El resuello de todos los personajes se dificulta en una atmósfera hermética, sellada por la discriminación y la impotencia, y los actores se mueven en círculo sin que nadie encuentre la salida.

En el elenco hay una dependiente de farmacia que aspira al matrimonio como única puerta hacia el reconocimiento social y enfila todos sus esfuerzos para conseguir el vestido de novia que cumpla sus anhelos; un hombre hipocondríaco que cree que se asfixia ante cualquier estímulo del exterior y que vive rodeado de imágenes de santos y jarabes de todo tipo; un vendedor ambulante muy violento que amenaza a la madre albina con borrarla del mapa si continúa sus pesquisas, y una niña que va aprendiendo a defenderse de un mundo hostil mientras finge obedecer a sus mayores.

La cinta presenta un equilibrio muy precario entre el drama y la pobreza en la que viven los sectores marginados de México, la soledad extrema que corroe el alma de sus habitantes, y ese atisbo de esperanza que representan la infancia, la maternidad comprometida y la libertad que sobrevive en los corazones de algunos de los prisioneros.