Carles Puigdemont está en la cárcel. Y Cataluña también. Pero no porque el presidente del gobierno catalán represente verdaderamente al pueblo de esa comunidad autónoma de España, sino porque ambos están impedidos de moverse libremente, uno por la justicia alemana, la otra por un movimiento independentista que la ha puesto entre la espada y la pared.
Después de una historia de meses agitados, en los que una parte de Cataluña votó por su independencia y el gobierno central de España no dudó en enviar a la policía con sus macanas contra los manifestantes, Puigdemont se fugó de España el 29 de octubre del año pasado, y desde esa fecha llevó su mensaje secesionista a diferentes lugares de Europa. Su condición de emigrante era confusa: por una parte era un perseguido en su país, y por otra parte algunas instituciones de otros países le cedían el micrófono para dar su mensaje. Así fue a la Universidad de Copenhague en Dinamarca, al Festival de Cine y Derechos Humanos de Ginebra en Suiza, y a la Universidad de Helsinky en Finlandia. Pero todo eso terminó. Después de estar cinco meses como prófugo y hombre libre, el pasado 25 de marzo fue detenido en Alemania al ingresar en automóvil desde Dinamarca.
Ahora la historia ha cambiado. Tras las rejas, Puigdemont aboga porque no haya más violencia en Cataluña. Su proceso será largo y complicado, y muchas voces en Europa claman porque se pueda llegar a un acuerdo.
El piso del asunto es tan viejo como la historia de la humanidad. En el fondo se encuentra el nacionalismo, ese cimiento de los pueblos que se ha defendido a sangre y fuego, y que tantas vidas ha costado. En los países balcánicos, a finales del siglo pasado, la fragmentación de las naciones se definió por la guerra. Pero los tiempos ya son otros. Ahora el mundo vive un nuevo contexto con la llamada globalización, y las fronteras tradicionales se han derrumbado. Particularmente en Europa, donde varios países decidieron dar una nacionalidad común a sus ciudadanos, crear un libre mercado de fuerza de trabajo, y tener una moneda común.
Sin embargo, las pulsiones nacionalistas no solo no se han acabado, sino que han tomado nuevos rumbos. Ahí está la reacción del Brexit en el Reino Unido. Y ahí está el ascenso de Trump y sus afanes proteccionistas. Si los intentos secesionistas de Cataluña triunfan -cosa improbable-, serán un ejemplo para los impulsos de otras latitudes, como Quebec en Canadá y Escocia en Inglaterra. Pero si España logra la unidad respetando la diversidad, será también un ejemplo para todos los ciudadanos que aspiran a un mundo más abierto y equilibrado.