Ahora ir al cine en Estados Unidos es un riesgo. En los tres últimos años los cines se han convertido en campos de acción para los sicópatas dispuestos a matar a cualquiera para cobrar venganza sin saber a ciencia cierta de qué. Lo cierto es que existen 5,700 salas de cine en el país, y casi ninguna tiene la seguridad que requiere.
El detonante de la nueva inseguridad fue el brutal ataque del joven James Holmes, quien a los 29 años tuvo la mala idea de creerse «El Guazón», un personaje malévolo y sarcástico de los cuentos de Batman, y vestido con la indumentaria adecuada se metió a un cine en Aurora, Denver, y disparar a mansalva contra los infelices espectadores. El saldo macabro del episodio fueron 12 personas muertas y 70 más heridas, y Holmes estuvo en los encabezados de los diarios recientemente por las vicisitudes de su juicio, en el que el jurado le perdonó la pena de muerte pero lo condenó a cadena perpetua. Pero eso no fue todo. Seguramente inspirados en ese espantoso ejemplo, otros desequilibrados vieron la oportunidad de replicar la masacre. El pasado mes de julio hubo un tiroteo en Lafayette, Louisiana, que arrojó un saldo de tres muertos, y en agosto un nuevo ataque se perpetró cerca de Nashville, Tenneessee, dejando la muerte del homicida a manos de la policía. En total, los tres ataques dejaron 16 muertos y 80 heridos.
Entre las salas que han adoptado medidas de seguridad de emergencia se encuentran las de Los Ángeles, ante el estreno de Straight Outta Compton (Fuera de Compton). En esos cines ya existen detectores de metal a las entradas, así como cierres de calles y avenidas alrededor de los cines. Falta aún poner guardias de seguridad, y esperar el inminente aumento de los boletos del cine para sufragar los nuevos gastos.
Muchos ya prefieren quedarse en casa y ver las cintas de Netflix. Es una medida mucho más segura, por supuesto, y también más barata.