Si a Donald Trump el fin de año lo ha tomado por sorpresa con la posible apertura de un juicio político por involucrar a las autoridades de Ukrania en una maniobra contra de sus enemigos políticos (Joe Biden y su hijo), en Israel al primer ministro Benjamin Netanyahu no le ha ido mejor. La semana pasada, el procurador general de su país lo denunció por estar metido en una serie de casos de corrupción, que implican fraude y aceptación de sobornos por parte de varios empresarios.
De acuerdo a la acusación, Netanyahu aceptó cientos de miles de dólares en puros y botellas de champaña de parte de sus amigos multimillonarios, se ofreció a intercambiar favores con un diario y a utilizar su influencia para ayudar a un magnate de las telecomunicaciones a cambio de una cobertura favorable en un sitio muy popular de Internet.
La denuncia no implica la renuncia del primer ministro, pero lo debilita notablemente cuando se encuentra en la culminación de una década en el poder.
Fiel a su estilo bravucón, Netenyahu declaró ante las cámaras televisivas que era víctima de una «gran conspiración de fiscales y policías» para minar el prestigio de las instituciones democráticas del país, y un golpe de estado en su contra.
Cualquier comparación con la suerte de Donald Trump es mera coincidencia.