Cada vez es más claro que Stephen Paddock tendrá un lugar muy destacado en la historia universal de la infamia. No cualquiera es capaz de segar la vida de 58 personas en un tiempo récord, como si planeara ingresar en el libro de los guinness por su capacidad asesina. Y era un hombre que no estaba en guerra. Sus blancos no estaban armados, eran una masa reunida por la música y el sudor, el vaivén de las baladas country y, en el mejor de los casos, unos tragos alegres de cerveza y whiskey.
Con su puntería asesina, Paddock ha invertido los polos de los análisis sobre las masacres masivas que han inundado Estados Unidos en los últimos años. El protagonista no era un militante de los grupos radicales del islam. Tampoco era un hombre negro, asediado por los estragos de la marginación y la violencia de la policía. Ni siquiera era un hombre pobre, de esos que viven en los suburbios más sombríos de las grandes ciudades, viendo la televisión y anhelando la vida alegre y rutilante de las celebridades y el american way of life. No. Nada de eso. Paddock era un hombre próspero, un verdadero ejemplo del progreso de la clase media americana.
El ahora célebre asesino ya no necesitaba trabajar. Lo tenía todo. Era dueño de un importante capital. Tenía propiedades a montón, un conjunto de bienes raíces cuya última venta le dejó 2 millones de dólares. Tambien tenía una novia a quien cumplirle los caprichos. Se sabe que Paddock transfirió a Filipinas, a la cuenta de su novia, la nada despreciable cantidad de 100 mil dólares Vivía de sus rentas. Aumentaba su capital con los consejos de los asesores por Interner. Y, como buen vecino de Nevada, sabía valorar el juego en los casinos. Apostaba entre 10 mil y 30 mil dólares en cada visita a las ruletas. A veces ganaba, a veces perdía. Pero se supone que se divertía como buen apostador. Y aquí cabe una pregunta: ¿realmente disfrutaba con la expectación de las apuestas? ¿O era una salida falsa de sus frustraciones?
Otra de sus aficiones eran, por supuesto, las armas. Y el sistema le permició acumularlas por decenas. Paddock tenía un arsenal de pistolas, rifles, cartuchos. Cuando ingresó a la suite del hotel Mandalay para desde la ventana liquidar a la multitud, llevaba 10 maletas llenas de 25 armas. AR-15, AR-10, AK-47. Puesto en dólares, las armas tenían un valor mínimo de 125 mil dólares. Y puesto en vidas humanas, 58.
Hay un cúmulo de preguntas sin respuesta. ¿Por qué un hombre rico, pudiente, dueño de una lista importante de bienes raíces, se embarca en la aventura final de su existencia, llevándose en su carrera la vida de decenas de inocentes?
No se sabe.
Pero con su ejemplo, Stephen Paddock hizo la crítica más severa del capitalismo norteamericano. Puso de relieve que el sueño americano, la meta de llegar a tener dólares a montón, ni resulta ser un sueño, ni constituye un propósito de vida que arroje un poco de paz para la vejez. Paddock obtuvo dinero, lo invirtió, tuvo propiedades, un amor para compartir su fortuna, la capacidad de apostarlo todo en el casino, y al final, su vida se abrió en un vacío sin fondo. Un hueco enorme que, según su atribulada conclusión final, solo se puede llenar asesinando a 49 personas indefensas.
Y ni así.