Después del ataque de una multitud enardecida contra el Capitolio en Washington, todo el mundo se pregunta cómo pudo suceder eso: un ataque frontal contra la sede del poder ejecutivo de la nación más poderosa del mundo. Los atacantes pasaron vallas, llegaron y treparon las paredes del edificio, rompieron puertas y ventanas, desalojaron a los trabajadores encargados de la vigilancia y se apoderaron de la sala de sesiones. Una escena que pudo haber pasado en uno de los países más atrasados de África o América Latina, y hace mucho tiempo.
Muchos analistas ahora sostienen que las fuerzas del orden no estaban preparadas para un ataque de tal magnitud, y que los manifestantes superaban en número notablemente a la policía. Y es cierto. Otros sostienen una hipótesis racial, ya que la mayoría de los manifestantes eran blancos, y la policía está mucho más acostumbrada a enfrentarse con manifestantes negros. También es cierto. Sin embargo, lo que subyace en el fondo de los acontecimientos es una paradoja que ni la policía ni el común de los mortales pudo desenredar para darle a la protesta una explicación lógica y congruente con lo sucedido.
La paradoja es ésta: el presidente de la nación fue quien ordenó la toma y destrucción del Capitolio, sede del poder legislativo de Estados Unidos. El encargado de proteger la democracia, salvaguardar el orden público y representar los valores más elevados de la nación, se convirtió en un ariete para demoler todo lo que se ha construido.
Donald Trump pasará a la historia por encabezar esa infamia,