Espiar no es solamente una inclinación humana que surge del morbo y el deseo de poder, sino también una herramienta fundamental para que los Estados se protejan de sus enemigos reales o imaginarios. Eso lo saben a la perfección las agencias de seguridad y espionaje de diversos países, y sus métodos de arrebatar información a sus congéneres o simples ciudadanos son muy variables y se han perfeccionado con la tecnología y el paso de los años.
En Rusia no solo el espionaje no murió con el fin de la guerra fría, sino que uno de sus oscuros espías -que laboraba para la siniestra KGB en Dresden- se convirtió en el presidente vitalicio, y los sistemas de aproximación para reclutar informantes y liquidar a los traidores se han sofisticado al extremo. Hoy en día, de acuerdo a una joven que milita en las filas de la organización opositora Open Russia-, los dientes del engranaje que recluta a los espías se disfrazan de cupido. Un hombre toca a la puerta de la dama en cuestión con un ramo de rosas, y dice que es enviado por un enamorado incógnito. O por sí mismo, si el caballero es apuesto. Luego el hombre invita a la dama a un café inofensivo, jamás profiere una mala palabra, y sutilmente le dice que sabe todo de ella, que tiene información de que la policía la busca, y que puede brindarle protección a cambio de ciertos datos. Si la dama se derrite y afloja algo más que un beso, se convierte en informante.
Hay casos mucho más dramáticos. El de Sergei Skripal, por ejemplo. El hombre era un camarada de Vladimir Putin, tiene la misma edad y trabajaban en lo mismo, pero carece del sigilo y el colmillo político del presidente de Rusia. Como se hizo público, Skripal era también una pieza de la KGB, pero cayó en las redes del dinero y de Scotland Yard, y se trepó al peligroso equilibrismo del espionaje doble. Daba rebanadas de información a Moscú, y otra parte a Londres. Además, como buen ruso grande y bonachón, se reía a carcajada limpia en las reuniones, alardeaba de sus hazañas, pagaba las cuentas en los restaurantes de todos sus amigos. Pero todo eso se acabó. A la vuelta del siglo, Skripal fue detenido y enviado a una de las mazmorras del Kremlin, de la cual salió después de varios años gracias a un intercambio de espías pactado con Estados Unidos. Entonces inició una vida aparentemente rutinaria en Salzburgo, la pintoresca cuna de Mozart.
Para su mala fortuna, Skripal no se quedó quieto. Reanudó su viejos lazos de espionaje en Inglaterra, España y los países del vetusto comunismo europeo, y sus andanzas no cayeron bien a los ojos del Kremlin. En privado, Putin decía que los traidores siempre acababan mal. Y un día medianamente soleado de marzo del presente año, Skripal fue encontrado agonizante, envenenado junto a su hija, en la banca de un parque. La hija -una joven de enormes ojos llamada Yulia- fue a visitarlo para anunciarle que se casaría en Moscú, donde su padre no podría volver. Ambos fueron envenenados con un líquido que ataca el sistema nervioso al tacto, puesto inteligentemente en la perilla de su casa por dos agentes del Servicio de Seguridad Federal de Rusia, el sucesor de la siniestra KGB.
¿Tiene Vladimir Putin algo que ver con todo esto? Shhhh. Jamás ha mencionado nada.
Después de una breve convalecencia en el hospital, Skripal y su hija salieron con vida del episodio. Yulia voló de inmediato a Londres. Sergei Skripal desapareció de la escena. Los dos agentes que lo envenenaron siguen laborando en Moscú. Todos siguen vivos. La guerra fría también.