Se llama Elon Musk. Es uno de esos inventores que crea la humanidad cada vez con mayor frecuencia, capaces de revolucionar hasta límites insospechados la vida de los hombres, tal y como la conocemos hasta ahora. Nació en Sudáfrica, empezó a programar computadoras por su cuenta a la edad de 12 años, estudió en diversas universidades de Canadá y Estados Unidos, inició su carrera empresarial al crear un banco virtual, puso las bases para crear el sistema de transferencias monetarias llamado PayPal, fundó una compañía -llamada Tesla- que produce automóviles que se mueven con paneles solares, ha incursionado con éxito en el sinuoso campo de la inteligencia artificial, enfoca sus baterías en el combate decidido al cambio climático y tiene una empresa turística interestelar, cuyo fin último es preservar la existencia de la especie humana al crear una colonia en Marte. Nada de esto es broma. Con su capital de 20 mil millones de dólares, Musk ha sentado las bases para construir las plantas solares más grandes del mundo en la costa oriental de Estados Unidos, por un lado, y colaborar con la NASA para edificar una pequeña zona residencial en Marte.
Musk es un genio, sin duda, pero tiene deslices diabólicos. Eso explica sus polémicas con otros talentos de la comunicación mediante computadoras -como Mark Zuckerberg- y sus contribuciones financieras a partidos políticos rivales. Y ahora, montado en un disparate descomunal, el enemigo acérrimo del cambio climático ha inventado un lanzallamas portátil, muy práctico, más pequeño que un rifle de asalto, ideal para los sicóticos que sienten una atracción sublime por el fuego.
El lanzallamas tiene un alcance de 30 metros, y su precio es de 500 dólares. Pudo haber sido una ganga para los nazis que quemaron el Reichstag en 1933. Ahora, con una mínima promoción, ya están apartados los primeros 10,000 para los clientes inclinados a la piromanía. Y fiel a su estilo excéntrico, bizarro y contradictorio, Musk no recomienda comprarlos.