Las fotografías de la nueva cárcel en El Salvador le dieron la vuelta al mundo. Son imágenes surrealistas, que ponen de manifiesto el hacinamiento humano, el parecido de los individuos, la ineludible fatalidad de sus propios destinos. Todos los detenidos son morenos, todos rapados de la cabeza, todos exhiben los cuerpos tatuados. Lo único que los distingue son los dibujos de los tatuajes.
Esta cárcel «tendrá espacio para 40.000 terroristas, quienes estarán incomunicados del mundo exterior», dijo Nayib Bukele, presidente de El Salvador, en un mensaje publicado en Twitter en julio. Muchos observadores piensan que la capacidad del enorme edificio será mayor.
El complejo, construido en una zona rural cerca de Tecoluca, unos 74 kilómetros al sureste de la capital de San Salvador, será custodiado por más de 600 efectivos de las Fuerzas Armadas y 250 de la Policía Nacional Civil, según datos entregados por el gobierno.
El reclusorio, incluye pabellones de confinamiento de reos, sistema de videovigilancia, control de acceso con escáner corporal y de paquetes, cerco eléctrico de 2,1 km de longitud, celdas de castigo y 19 torres de vigilancia.
Pero esa cárcel también es un negocio. Las familias de los reclusos en la prisión ahora deben comprar paquetes mensuales de alimentos y suministros básicos por un costo de 170 dólares (más de 3 mil pesos mexicanos), una medida que ha generado preocupación no sólo a sus familiares, sino también a las organizaciones de derechos humanos.
Antes de la implementación de la nueva política, las familias podían comprar y entregar sus propios alimentos y suministros a los reclusos. Pero ahora deben comprar la comida, el papel higiénico y la ropa dentro de la cárcel, y no pueden llevarles productos de afuera.
Para los detenidos, es una medida de expoliación. Para la cárcel, es un gran negocio.