Se llamaba Jamal Khashoggi, y en los últimos años pasó de ser un consentido del reino de Arabia Saudita a perseguido político por el príncipe heredero. Su historia puede ser leída como un botón de muestra de los vaivenes políticos que envuelven a los países árabes, y la difícil -tal vez imposible- lucha por la democracia en todos ellos.
Khashoggi nació en Medina, la ciudad sagrada de Mahoma, y desde su juventud se dedicó al periodismo. Empezó su carrera como administrador de una pequeña editorial y de ahí brincó a ser reportero y corresponsal de los principales diarios de la lengua árabe, incluida la Gaceta Saudita. En los años de la invasión de Afganistán por la Unión Soviética, Khashoggi se hizo famoso por entrevistar y llegar a ser amigo de Osama Bin Laden, el victimario de las Torres Gemelas de Nueva York.
Durante la ola de violencia política contra los caudillos del mundo del Islam conocida como la Primavera Árabe, Khashoggi enarboló diferentes banderas: se hizo demócrata y criticó a los califatos de Argelia, Libia, Túnez y Egipto; se acercó a los Hermanos Musulmanes que derribaron a Mubarak en El Cairo; criticó la lucha feroz que se prolongaba en Siria y al mismo tiempo estableció una amistad sólida con el dictador de Turquía, Recep Tayyip Erdogan.
Con los reyes de Arabia Saudita la pluma de Khashoggi era benevolente, hasta que hace un par de años la corona cayó en la cabeza de Mohamed bin Salmán, un joven de 31 años que desde los primeros días de su mandato mostró su puño de hierro, pero que revolucionó al país otorgándoles a las mujeres el derecho a manejar automóviles. A partir de entonces, el periodista empezó a criticar los desplantes autoritarios del príncipe, y la relación se fue agriando hasta que Khashoggi se fue a vivir a la capital de Estados Unidos y a publicar sus artículos en el Washington Post.
A pesar de que en Arabia Saudita sus familiares tenían prohibido viajar y muchos de sus amigos periodistas estaban en prisión, Khashoggi se sentía relativamente seguro, y a principios de octubre ingreso al consulado de Arabia Saudita en Estambul, porque quería arreglar sus papeles para casarse con Hatice Cengiz, una investigadora turca a la cual le doblaba la edad. Pero Khashoggi nunca salió del consulado. Se supone que un equipo de la inteligencia saudí lo asesinó en el interior y desmembró su cuerpo.
Ahora la desaparición de Khashoggi ha puesto en problemas la relación de Donald Trump con sus amigos de la realeza saudí, aunque uno de los motivos por los cuales el príncipe quería acallar al periodista eran sus críticas hacia el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Erdogan, el déspota turco, está igualmente montado en cólera. Como si el periodista fuera un amigo de todos.
Lo más probable, como siempre sucede en estos eventos, es su caso se disuelva con el paso de los días, y todos los dignatarios vayan pasando al baño de Pilatos para lavarse las manos en relación a su muerte.