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El placer de destruir

Al igual que los nazis, los conquistadores de América o la Santa Inquisición, el Estado Islámico está destruyendo las ruinas de civilizaciones ajenas -ya sean las más antiguas-, para demostrar su poderío. Hace unos días ese grupo dinamitó el templo de Baalshamin en la antigua ciudad de Palmyra, un vestigio que tenía aproximadamente 2000 años de edad.
Palmyra es una ciudad enclavada en el desierto de Siria, cuya longevidad puede apreciarse al ser mencionada con otros nombres en la Biblia. Muchos años después Palmyra fue provincia del Imperio Romano, y llegó a ser una ciudad floreciente por el comercio que pasaba por sus calles en la ruta de la seda. En los años de su mayor esplendor, Palmyra se convirtió en imperio, y su influencia se extendió hasta los límites con Egipto. En la actualidad, sus ruinas se conservaban muy bien pese a los fuertes vientos y los estragos del tiempo, y era un sitio obligado para la visita de los turistas del Medio Oriente. En 1980, Palmyra fue declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO, y muchos la consideraban tan importante como la ciudad antigua de Petra en Jordania. Por ello, su destrucción se ha considerado un crimen contra la humanidad por parte de las Naciones Unidas.
La destrucción de un templo de Palmyra es una fecha lamentable. Esa acción, la bárbara destrucción de nuestro pasado, es una muestra de la amenaza global y la virulencia que representa el Estado Islámico para el resto de las naciones.

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