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El poder de la guerra

Después del ataque de misiles a Siria, la opinión sobre Donald Trump ha cambiado radicalmente. Si bien una serie de encuestas han demostrado que sus seguidores estaban con él básicamente por sus posturas racistas, ahora esos mismos seguidores lo defienden básicamente por su demostración de fuerza. Y esto no es nada nuevo: cualquier líder que utilice la fuerza para lograr sus fines conquista de golpe miles o millones de seguidores. El nuevo presidente de Estados Unidos ha demostrado que no le tiembla la mano para lanzar un ataque demoledor. La apertura de hostilidades siempre rinde magníficos dividendos.

Con el golpe, Trump ha salido como por encanto del callejón en el que se había metido por su propia incompetencia. Ya no importa que sus decretos contra los migrantes hayan sido bloqueados por los jueces, ni que su intención de acabar con la reforma al sistema de salud haya fracasado; y sobre todo, después de atacar a uno de los principales aliados de Rusia, ya nadie sostiene que sea un títere de Vladimir Putin.

Ahora Trump es visto como un líder humanitario. ¿Cómo es posible? En primer lugar, porque atacó directamente a Bashar Al Assad, uno de los tiranos más vengativos y sangrientos del mundo árabe. Y al hacer esto, los propios miembros del Partido Demócrata guardaron silencio, porque muchos de ellos alzaron la voz invariablemente para que Obama hiciera lo que Trump sí hizo. Otros, los más aguerridos, ahora aplauden a nuevo mandatario. Y en segundo lugar, porque el ataque se difundió como una represalia al uso de armas químicas contra la población, especialmente los niños. Nadie quiere que suceda una tragedia de ese tamaño. ¿Fue realmente el gobierno de Damasco quien lo hizo? Eso no importa. Al difundir las imágenes horripilantes de los niños afectados por el gas sarín, las televisoras se convierten automáticamente en televisoras de Estado, y cualquier crítica al presidente queda relegada para otro momento. Por una combinación propagandística de imágenes de niños comatosos y ataque con misiles, Assad aparece como el villano a vencer, y Trump como el héroe del momento.

El ataque de Trump fue aplaudido por los gobiernos del Reino Unido, Israel y Australia, y apoyado por Japón, la Unión Europea, Arabia Saudita y Turquía. Incluso Francia y Alemania, que se habían distanciado notablemente de la actual política de la Casa Blanca, emitieron un comunicado diciendo que «Assad tiene toda la responsabilidad de este acontecimiento. Su continuo uso de armas químicas y crímenes masivos no pueden quedar sin castigo».

En resumen, el ataque a Siria ha resultado un golpe maestro para Donald Trump. Pero sin duda no se trató de una estrategia planeada metódicamente, al estilo de Nicolás Maquiavelo. Más bien fue, al estilo de Donald Trump, un arrebato súbito. Un impulso incontenible de demostrar su poder, como lo ha hecho periódicamente, tanto en sus programas televisivos como en las funciones de lucha libre a las que asiste. El pasaje de los niños afectados por las armas químicas fue un pretexto tomado al vuelo. Bien pudieron haber sido, también, un ataque terrorista del Estado Islámico en cualquier lugar del mundo o una prueba más de los misiles de Corea del Norte en el Mar de Japón.

El tiempo dirá lo que sigue. El guerrero serial lleva en su fuero interno, al igual que el asesino serial, el impulso irrefrenable de repetir sus ataques para apaciguar temporalmente sus desequilibrios.

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