La pandemia tiene sus secuelas. Para los jóvenes, el encierro es un castigo que se compara a la vida en los calabozos medievales. No hay paseos al aire libre, ni fiestas con música estridente, ni bailes con los novios y novias, ni encuentros con los amigos. Solo existen cuatro paredes de cada cuarto, tal vez una ventana para asomarse a la vida verdadera que pasa por la calle. Los únicos refugios son el teléfono celular y la televisión. Para algunos, el encierro fue el primer paso para ingresar a la larga vida del alcoholismo. Otros, en ese sendero, se refugian en las drogas.
En esas condiciones, la asistencia al primer concierto después de la pandemia parece ser una puerta abierta a la libertad. Ahí están los amigos, los tragos que no se detienen, la música en vivo, los gritos desaforados, los abrazos y la euforia. En cada concierto la vida vuelve.
Pero la alegría tiene sus costos. Y no hablemos de la cruda realidad en el cerebro al día siguiente. Hablemos de los bolsillos. Asistir a cualquier concierto de cantantes famosos es el paso más rápido y sencillo para llegar de golpe a la descapitalización y quedarse sin lana. Si consideramos que el promedio del salario mínimo ronda los $5,186.00 mensuales, con dos boletos para escuchar a Daddy Yankee en el Foro Sol, el salario casi desaparece. Cada boleto cuesta $2,300.00, y resulta inconcebible no invitar a la novia.
El que quiera escuchar a Bad Bunny (en la fotografía) tendrá que aflojar $9,150.00.
Si: los ricos lo acaparan todo.
Hasta el rap.