En el mundo hay ciudades que concentran el dinamismo económico de la Tierra. Tokio, Nueva York, Los Ángeles, Londres y ahora Seúl son centros de un poderío económico brutal, que mueve a sus respectivas naciones y arrastran bajo su influjo continentes enteros.
La Ciudad de México está catalogada dentro de las 15 ciudades más poderosas del mundo por las dimensiones de su Producto Interno Bruto. Y al interior del país, el Distrito Federal es la bujía más importante de la economía nacional, que impulsa el crecimiento económico, el comercio y las finanzas de una nación en marcha a pesar del estancamiento en los últimos años.
Ubicada sobre un lago antiguo, levantada en lo que era el centro ceremonial de los aztecas, la Ciudad de México es un ombligo gigante que en la actualidad concentra al mercado accionario más importante de América Latina –la Bolsa de Valores de México-, la iglesia más visitada de habla hispana –la Villa de Guadalupe-, el mercado más grande del mundo –la Central de Abasto- y la mayor cantidad de museos que tiene una ciudad sobre la Tierra. En la Ciudad Universitaria, solamente, estudian más de 300 mil alumnos. Sus atractivos turísticos, en la pasada Semana Santa, le llevaron más de un millón de visitantes.
Como reflejo y muestra de lo que sucede en México, la capital de la República expresa el problema más profundo y más añejo de la nación: la desigualdad social. Es un mal endémico que recorre todas las delegaciones, lacera el tejido social de los habitantes y aparece como una contradicción de puntos cardinales entre el Este y el Oeste, al igual que en Berlín durante la guerra fría. El Occidente de la Ciudad de México es –en las colonias de Santa Fe, Las Lomas, y Polanco- un polo económico de enorme pujanza, un conglomerado de oficinas de grandes empresas y un espacio habitacional hermoso y bien conservado, mientras que el Oriente –en las colonias de Iztapalapa, Iztacalco, Venustiano Carranza y Gustavo A. Madero- es un conjunto urbano mal planeado y de escasos recursos, donde el gris y la fealdad de las construcciones esconden millones de familias en condiciones de marginación y pobreza.
Pero hay espacio para el optimismo. En días recientes se aprobó la Ley del Desarrollo Económico del Distrito Federal, una legislación que le devuelve al Estado su lugar como promotor insustituible del desarrollo, apoya todo tipo de empresas con instrumentos viables, y protege como nunca a la inversión privada por ser un activo social de primer orden.
Dice Salomón Chertorivski, Secretario de Desarrollo Económico del Distrito Federal, que la nueva ley es una catapulta para lanzar a la ciudad para competir con las urbes más poderosas del mundo. Es un principio que promete. Y si la sociedad encuentra los mecanismos para ser escuchada –como analiza Enrique Provencio en estas páginas- y, sobre todo, para que sus planteamientos se conviertan en parte de las políticas públicas, la Ciudad de México podría convertirse en un ejemplo mundial de un desarrollo creciente, sustentable, equitativo y democrático.