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Fin de partida

Nadie lo deseaba, pero el éxodo ha llegado a la meta. Hay 2,500 migrantes centroamericanos alojados en instalaciones deportivas en Tijuana. Los atienden funcionarios y trabajadores del municipio de la ciudad. Éstos apenas tienen agua, alimentos, cobijas, medicamentos y tiempo, y por eso claman a gritos el auxilio de la federación. El presidente municipal le pide al gobierno federal -al que se va y al que llega- un monto de 100 millones de pesos para poder atender la emergencia.

Mientras tanto, en Mexicali -a 150 kilómetros de Tijuana- otros 3,000 migrantes aguardan en un centro de atención improvisado con el fin de unirse con el resto de la caravana en la esquina noroeste de la República.

Los habitantes de Mexicali han tenido hacia los migrantes la misma solidaridad que se ha expresado en todos los demás estados que han recorrido a su paso. Las organizaciones sociales les regalan comida, agua, ropa, todo tipo de víveres a su paso. Pero en Tijuana la situación es diferente. El pasado fin de semana, un nutrido grupo de manifestantes se reunió en el Monumento a Cuauhtémoc para expresar su rechazo a los centroamericanos. ¿Por qué? Porque los tijuanenses saben que los migrantes se quedarán ahí.

Trump ha dicho reiteradamente que no pasarán. Serán muy pocos, un si acaso, los que recibirán asilo. La mayoría tendrá que quedarse en los márgenes del Río Bravo. Y como la parada final es Tijuana, los pobladores no los quieren por varias razones. Una, porque la cerrazón de las autoridades de Estados Unidos también los afecta a ellos. El paso diario de un país a otro se ha colapsado por los nuevos solicitantes. Otra, porque en Tijuana no hay fuentes de trabajo para todos. Y otra más, porque no quieren que se repita la experiencia de los haitianos, que originalmente iban a Estados Unidos, pero que llegaron para quedarse.

El éxodo ha llegado a las orillas del Mar Rojo que le cierra el paso.

Y no existe un Moisés que les abra las aguas.

 

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