Cuando Donald Trump declaró que Jerusalén sería la capital de Israel, el mundo se puso de cabeza. No todos los judíos que viven en esa ciudad santa lo celebraron. ¿Por qué el presidente de Estados Unidos, sustituyendo a las Naciones Unidas, hacía tal declaración? Todo el planeta sabe que Jerusalém es la capital de tres religiones distintas, y que el tratar de favorecer a cualquiera de ellas sobre las demás es el mejor camino para avivar la guerra.
Como es sabido, el pueblo palistino ha vivido un éxodo semejante al que vivieron los judíos durante siglos. A mediados del siglo pasado, las Naciones Unidas declararon la necesidad de reconocer a los Estados de Israel y Palestina, y a partir de ese momento Israel se convirtió en una nación en expansión. El Estado Palestino fue solamente un buen deseo escrito en el papel. Hubo periodos de guerra, establecimiento de nuevos asentamientos judíos en la franja de Gaza, levantamientos palestinos que se estrellaron contra la supremacía militar judía, intentos de paz y reconciliación de los pueblos enemigos, formación de colonias palestinas en otras naciones.
En Líbano existe la mayor colonia palestina en el exilio. Casi medio millón de desplazados que viven sin derechos, como ciudadanos de segunda clase. Ellos no pueden comprar propiedades en Beirut o cualquier otra ciudad libanesa; no están protegidos por las leyes laborales, y no pueden ejercer en 30 diferentes campos profesionales, incluyendo medicina, leyes, ingeniería y educación. Como sus derechos están restringidos a las colonias hacinadas en las que viven, los palestinos no han dejado de organizar marchas de protesta en el interior de sus propios refugios.
Pero en general el mundo árabe está indignado. La semana pasada en Estambul la Organización para la Cooperación Islámica declaró a Jerusalén como la capital del Estado Palestino. Una declaración de guerra que es el fiel reflejo de la afrenta de Trump. ¿Qué sigue? Viviemos una calma frágil. No es difícil predecir que la tea incendiaria de Trump recorra el medio oriente regando un territorio habituado a la discordia, la violencia, la venganza y la sangre.