En los últimos días Donald Tump ha lanzado golpes al exterior y en su propio país. El pleito comprado con la Liga Nacional de Futbol -la NFL, por sus siglas en inglés- porque el mariscal de campo Colin Kaepernick tuvo el detalle de protestar contra la injusticia racial en su país escuchando el himno nacional arrodillado, inició una embestida presidencial en la que Trump exigía el cese del jugador, llamando a todos los que siguieran su ejemplo «hijos de perra».
El uso de ese lenguaje fue contraproducente, porque los jugadores empezaron a hincarse masivamente a la hora del himno. Eso hicieron varios jugadores de los Patriotas de Nueva Inglaterra, los Texanos de Houston, los Jets de Nueva York, los Delfines de Miami y los Jaguares de Jacksonville. Los Acereros de Pittsburgh decidieron no salir al estadio mientras se tocaba el himno, para evitarse problemas.
Mientras tanto, el presidente Trump siguió utilizando su twitter para provocar la ira del jerarca máximo de Corea del Norte, a quien llamó el «hombre cohete». Horas más tarde, cuando el canciller de esa nación respondió ante las Naciones Unidas con otra bravata descomunal, Trump sostuvo que esos dos hombres «no estarán ahí por mucho tiempo».
El bombardeo de palabras está llegando a límites explosivos, porque Corea del Norte dijo hace unas horas que «Estados Unidos ha declarado la guerra», y que se reserva el derecho de derribar aviones norteamericanos aunque no se encuentren en aires norcoreanos.
Si las palabras importan, el mundo se encuentra ante un polvorín donde Donald Trump y Kim Jong un intercambian insultos antes de pasar a probar sus armamentos.
Si las palabras no importan, sus balandronadas serán registradas como la esgrima verbal de dos niños berrinchudos. Aunque el mundo esté de por medio.