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Gravity: El vacío

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Gravity de Alfonso Cuarón ha resultado un fenómeno de taquilla. Estrenada en 3575 salas en los Estados Unidos, recabó 240 millones de dólares solamente en ese país (datos Wikipedia). Con un guion de él y su hijo Jonás y con las actuaciones de Sandra Bullock y George Clooney, la película ha impactado por sus efectos especiales, su “puesta en escena”, su capacidad para contar. Todo ello resulta apantallante si se le ve sobre todo en 3D, porque la historia acaba por envolver al espectador que puede apreciar lo que la tecnología puede hoy aportar al cine (un lenguaje que nació hermanado con el desarrollo de nuevas tecnologías).

Su pie cojo, sin embargo, resalta más a la luz de la destreza narrativa: su falta de historia, de argumento. O para ser más exacto: la repetición casi pieza por pieza de los eslabones de las cientos de películas que combinan aventuras y catástrofes. Ahora, una misión espacial que debe reparar un telescopio es víctima de un ataque con misiles que desencadena una reacción que devasta la nave, deja en la más profunda de las soledades a la Dra. Ryan Stone, la que luego de vicisitudes sin fin logra volver a la tierra.

Tenía yo unos 10 años cuando vi Viaje al centro de la tierra de Henry Levin con James Mason y Pat Boone; por supuesto basada en la novela de Julio Verne. Una expedición de hombres buenos (y uno malo), además de un niño y un pato viajaba a la médula de la tierra, una aventura fascinante a la que enturbiaban distintas catástrofes. ¡Guau! dije en aquel momento. Desde entonces he visto una y otra vez la misma trama en aeropuertos, huracanes, tsunamis, viajes espaciales y sígale usted. Incluso vi a unos hombres y una mujer bellísima (Raquel Welch) navegar por el torrente sanguíneo en Viaje Fantástico de Richard Fleischer (1966). Los intrépidos hombres o mujeres invariablemente son sacudidos por inclemencias naturales o por conspiraciones de malvados, para finalmente recuperar la vertical y salir con bien de la epopeya.

Parecería que el progreso técnico que acompaña y modela al cine es más espectacular y decisivo que la historia misma, lo que lleva a la multiplicación de efectos, la reproducción de escenas “nunca vistas”, a un ritmo succionador, pero sin la “entraña” que nace de la voluntad, la paciencia y la elaboración de una historia digna de ser conocida. Así, el artificio suplanta a lo que quiere ser contado, el oropel a la fábula, los fuegos artificiales a la eventual reflexión. Todo resulta superficial porque en el fondo nada importa, salvo las posibilidades que abren los avances tecnológicos.

Como un producto colectivo, parece que el cine avanza en sus componentes y se estanca en lo sustantivo. La fotografía, la edición, la música, los decorados, el vestuario, las “dimensiones”, son hoy infinitamente superiores a los de hace cien, cincuenta o veinte años; resultan más espectaculares, vistosos, enfáticos y atractivos. Pero lo contado parece reproducirse de manera inercial bajo el peso de sofisticados instrumentos que son utilizados para relatar nada.

Como si el cine fuera hoy la desembocadura de todas las destrezas nuevas y no encontrara temas que recrear en la pantalla. Como si la necesidad de atender a públicos que se cuentan en millones obligara a establecer el más bajo mínimo común denominador, única forma de satisfacer a esas masas universales, de las que dependen las grandes inversiones. Como si el cine estuviera condenado a ser cada vez más una feria de sorpresas fruto de los avances tecnológicos, dejando atrás la pretensión de convertir, por lo menos a algunos de sus productos, en piezas significativas.

George Méliès fue el primero que entendió que el cine podía y debía emparentarse a un sombrero de mago. Explotó trucos sin fin para impresionar a los espectadores y abrió un ancho camino para el desarrollo de un espectáculo de masas. Su mérito no se puede regatear. Fue un precursor, un innovador, un artista incluso. Pero la historia posterior del cine intentó –en sus mejores momentos- conjugar esa capacidad mágica con contenidos dignos de ser narrados. Porque el puro artificio derivado de las nuevas tecnologías –creo- ya no es suficiente, se requiere que las mismas estén al servicio de historias dignas de tal nombre. Porque el cine puede ayudar a enriquecer nuestra conversación pero puede también coadyuvar a la multiplicación de onomatopeyas: ¡Oh! ¡Ah! ¡Guau! ¡Uff! ¡Se salvó!

 

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