Los impuestos que se establecen en la frontera sobre el carbono, que se han debatido durante muchos años, pretenden resolver un problema básico. Si un solo país intenta imponer políticas de reducción de emisiones a nivel nacional, corre el riesgo de que sus fábricas de acero y cemento se enfrenten a costos más elevados y se encuentren en desventaja ante competidores extranjeros con normas medioambientales más flexibles. Si la producción de acero y cemento se desplaza al extranjero, la política ambiental se vería perjudicada, ya que esas fábricas extranjeras emitirían tanto o más dióxido de carbono en otros lugares.
En teoría, un impuesto fronterizo sobre el carbono podría ayudar a evitar ese problema. Si las fábricas de todo el mundo que venden acero, cemento, aluminio o fertilizantes a la Unión Europea (UE) tuvieran que pagar un cargo adicional por la contaminación que emiten, tendrían un incentivo para limpiar sus operaciones. Las empresas europeas tendrían menos incentivos para trasladar sus operaciones al extranjero. Y si otros países adoptaran normas similares, eso podría presionar a las naciones reticentes a frenar su uso de combustibles fósiles.
Pero lograr acuerdos a nivel mundial, como se ha visto, es sumamente difícil.
Aunque dichos acuerdos nos beneficien a todos.