El pasado 15 de enero, en el aeropuerto internacional del sur de Seattle, un hombre de 35 años regresó de visitar a su familia en la región de Wuhan. No notó ningún cambio en su cuerpo ni en su salud. Tomó su equipaje y se subió a un taxi compartido hacia su casa, al norte de la ciudad.
Al día siguiente, mientras regresaba a su trabajo -labora en una empresa tecnológica al oriente de Seattle-, sintió los primeros síntomas del mal. Una tos no muy fuerte, ninguna preocupación como para quedarse en casa. Esa semana, incluso, asistió despreocupadamente a una comida de colegas en un restaurante cerca de su oficina. Mientras sus síntomas empeoraban paulatinamente, fue a comprar alimentos a una tienda cerca de su casa.
Días después, ese hombre fue la primera persona en Estados Unidos en dar positivo en la prueba de coronavirus. Entonces sí, un enjambre de equipos médicos de agencias federales, estatales y locales aparecieron en su casa para contener el caso. Durante semanas, se vigiló la salud de 68 personas que tuvieron contacto con el infectado: el conductor de viajes compartidos del aeropuerto, los compañeros que asistieron a la comida de colegas, los demás pacientes en la clínica donde el hombre fue atendido por primera vez. Para alivio de todos, ninguno de ellos tuvo el virus.
Sin embargo, si historia no tuvo un final feliz, y aún no termina.
El virus traído por el hombre desde Wuhan se infiltró entre la población sin ser detectado. Fue el responsable de todos los casos conocidos de dispersión comunitaria que se analizaron en el estado de Washington en el mes de febrero, e incluso llegó hasta Connecticut y Maryland.
La versión única del virus que llegó a las costas estadounidenses en Seattle ahora es responsable de una cuarta parte de todos los casos que han detectado los analistas genómicos en Estados Unidos. Pero para los detectives del caso, tener una visión completa del incendio es prácticamente imposible.
Incluso mientras el trayecto del virus del estado de Washington se estaba dirigiendo hacia el este, nuevas chispas de otras cepas aterrizaban en Nueva York, en el Medio Oeste estadounidense y el sur. Y luego todas comenzaron a entremezclarse. Es un rompecabezas de terror, algo que solo terminará cuando aparezca la vacuna.