El proceso electoral que vive México -el más importante de la historia por la cantidad de cargos en juego- va a definir las características del rumbo del país en la primera mitad del presente siglo.
Las elecciones se llevarán a cabo en un contexto adverso para la nación, por una combinación de diversos factores. En primer lugar, un cuadro interior en el que se mezclan el estancamiento económico, el crecimiento de la pobreza y la desigualdad social, la violencia que ha alcanzado niveles históricos y la corrupción que se revela en todos los órdenes del gobierno. Y en segundo lugar un contexto internacional marcado por el ascenso de Donald Trump, un enemigo de México que quiere levantar un muro en la frontera, tal y como lo hicieron las dinastías chinas para contener a los invasores mongoles.
En ese panorama, los ciudadanos votarán cansados de los problemas, buscando una salida a la encrucijada que vive el país. Habrá otros que no votarán, como expresión de inconformidad y el hastío que les produce la situación.
Muchos de los que voten buscarán como presidente a un personaje capaz de resolver los problemas del país por el arte de su propia investidura, como se pensaba que sucedía en el pasado. Hasta hace unas décadas, el presidente lo podía todo. Aparentemente. Bastaba su voluntad para que las cosas cambien, generalmente para bien. Pero esa época ya no existe. Ahora el presidente está sumamente limitado. Los poderes de los estados ya no dependen de él. Los diputados y senadores no apoyan sus iniciativas. Los empresarios no son siempre sus seguidores. Una parte de la prensa le es adversa. Las organizaciones ciudadanas son independientes.
El próximo presidente llegará al poder muy acotado. Pero tal vez pueda revertir sus limitaciones con una serie de llamados a la ciudadanía. Una buena parte de la solución de los problemas no está solamente en manos del gobierno. Tal vez nos demos cuenta que no bastan los cambios de gobierno. Hace falta un cambio social a profundidad. Crear entre todos un nuevo país.