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La fuga sin fin

Jane Arraf, quien es la jefa de la corresponsalía de The New York Times en Bagdad, ha cubierto los sucesos más importantes de la guerra de Irak a lo largo de tres décadas, y sus reportajes resultan inolvidables por los retratos que logra del sufrimiento que los enfrentamientos armados producen en la población.

Ahora esta periodista se encuentra en Ucrania, y nos presenta un fragmento del viacrucis que ha padecido una familia que vivía en Mariúpol y que ha tenido que abandonar su ciudad por la tenacidad de los bombardeos. El relato nos dice:  

«Yevhen Tishchenko estaba de pie en el andén del tren, tratando de acomodar abultadas maletas deportivas de plástico en un viejo carrito de equipaje, mientras su esposa levantaba a su hija con discapacidad, para subirla a un triciclo de plástico.

Tishchenko, vendedor de muebles, y su esposa, Tetiana Komisarova, llegaron a esta estación de tren en el oeste de Ucrania después de caminar durante cinco días con sus hijos para ponerse a salvo. No sabían a dónde iban, pero sabían que era mejor que el lugar de donde venían: la ciudad de Mariúpol, en el este de Ucrania, bombardeada por las fuerzas rusas desde hace semanas.

La pareja no tenía automóvil. El 17 de abril, cuando las condiciones se volvieron insoportables, empacaron ropa y alimentos en las bolsas raídas y comenzaron a caminar con sus cuatro hijos. Su hijo mayor tiene 12 años y la menor, de 6, padece microcefalia, una enfermedad poco común que requiere un control neurológico frecuente y consultas psiquiátricas.

Atrás dejaron a la madre de Tishchenko, una mujer de la tercera edad que no podía caminar, y a su gato gris con blanco, al cual Uliana, la niña de 6 años, llamó Mosia.

“La ciudad se convirtió en un gran cementerio”, aseveró Komisarova, de 42 años. “Vivíamos cerca del bulevar Shevchenko. Había una franja de tierra entre dos carreteras y los cadáveres se quedaron ahí durante mucho tiempo. Nunca había visto tantos cadáveres en mi vida”.

En un pueblo cercano a Rozivka, descubrió que la amiga con la que esperaba quedarse había escapado, así que pasaron la noche en una casa desierta con otros desplazados.

“Prendimos un horno de barro para mantenernos calientes y luego llegaron los vecinos. Nos hirvieron papas y frieron huevos. Nos alimentaron bien”, relató.

Komisarova, que era profesora de Lengua y Literatura Ucranianas, señaló que tenían la intención de regresar cuando Mariúpol volviera a ser segura.

“Sinceramente, no tenemos un plan específico sobre dónde ir hasta entonces”, comentó. “Recuerdo el momento en que llegamos al primer puesto de control ucraniano y vimos nuestras banderas y escuché a un militar hablar en nuestro idioma. Estaba sentada en el auto llorando. De verdad queremos que Mariúpol vuelva a ser ucraniana”.

Nada de esto llega a los oídos -y menos al corazón- de Vladimir Putin. A su juicio, la invasión a Ucrania solo pretende «desnazificarla».

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