Afganistán es una nación crucificada por la historia. Desde la invasión que sufrió por los tanques de la Unión Soviética en 1979, el caudal de muertos, heridos y desplazados no se ha detenido. Al contrario. Después del ataque a las Torres Gemelas en 2001, cuando el gobierno de Estados Unidos invadió al país con la certeza de que ahí se encontraba Osama Bin Laden -líder de Al Qaeda y artífice del ataque del 11 de septiembre-, se ha podido contabilizar un total de 32 mil civiles muertos, 60 mil heridos y 2,300 soldados norteamericanos caídos en batallas y escaramuzas.
Aunque recientemente hubo un intento de acercamiento entre miembros del grupo Talibán y Donald Trump, la ruptura del acercamiento sucedió pronto. Y es lógico. Por una parte, los talibanes son un grupo que busca aplicar las medidas más radicales y retrógradas a la población, como la prohibición a las mujeres de la educación y el trabajo, y la imposición para los hombres de los valores religiosos más elevados, como el honor y la venganza. Para los talibanes, la inmolación en los actos terroristas es la virtud máxima sobre la Tierra.
En la otra esquina del cuadrilátero, Donald Trump pretende cerrar las fronteras de Estados Unidos a los habitantes de los países árabes, y sus discursos están llenos de desprecio hacia los miembros de las razas diferentes a la blanca, hacia los mexicanos y hacia las mujeres. Los extremos se juntan, pero mientras Estados Unidos sigue siendo una potencia nuclear peligrosa y prepotente, Afganistán sigue siendo una nación de pastores pobres, donde la religión dicta normas arcaicas y el gobierno las obedece. Son dos polos opuestos y sin sentido de un mismo mundo.
Lo más probable, es que la crucifixión de Afganistán continúe por mucho tiemplo.