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La Guerra Santa

Detrás del terrorismo y su cuota abominable de sangre -la muerte de cientos de inocentes y la zozobra de millones de civiles indefensos-, se esconde la Guerra Santa. Es una peste tan antigua como la humanidad, y aparece cada vez que una religión fanática trata de imponer sus creencias mediante el temor a la muerte y la violencia sin límite.

La ocasión para la Guerra Santa no puede ser más propicia. Estamos en el final del Ramadán, el ayuno de los musulmanes a lo largo de un mes durante la luz del día. Es el momento de recogimiento espiritual para la meditación, la conciliación del hombre con el mundo, el fin de la confrontación estéril y la barbarie asesina. Y en esta ocasión el Estado Islámico, que se ha destacado por su coordinación internacional a través de Internet, ha logrado un golpe múltiple y sincronizado: un aeropuerto en Turquía, una fuente de helados para niños en Bagdad y un restaurante para diplomáticos en Bangladesh. Por si fuera poco, instruyó a un par de sus fieles suicidas para atacar el lugar sagrado de Medina en Arabia Saudita, y la tumba de Mahoma en Qatif.

Supuestamente el fenómeno del terrorismo árabe puede entenderse como parte de la pugna histórica entre las sectas sunitas y chiitas. Como miembro de los sunitas, el Estado Islámico está dispuesto a inmolar a cualquiera de sus miembros para combatir a los gobiernos chiitas. Y por supuesto que Estados Unidos puso su roca de arena para atizar los conflictos, al derrocar al gobierno sunita de Saddam Hussein en Irak. Ahora la situación mundial es explosiva, porque el enemigo del Estado Islámico se reduce, ni más ni menos, a todo lo que no es el Estado Islámico. En pocas palabras, a todo el mundo. Y no están jugando.

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