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La pedofilia no muere

Cuando falleció Bernard Law, el cardenal que ocultó centenares de casos de pedofilia de los sacerdotes de Boston, allá en Massachusetts, millones de fieles  y prelados en todo el mundo pensaron que los crímenes de la iglesia católica podrían pasar también a mejor vida. El escándalo tuvo su momento cimero cuando la película Spotlight, que narra la investigación del periódico Boston Globe sobre los casos de abuso sexual perpetrados por los clérigos de aquél entonces, ganó el Óscar como la mejor película de 2015. El asunto, además, fue rastreado por los medios cuando el Cardenal Law fue protegido por el Papa Juan Pablo II, quien lo sacó del territorio en llamas de la ciudad de Boston y lo nombró arcipreste de Santa María la Maggiore, una de las iglesias prototípicas más hermosas de Roma.

Años después de ese encubrimiento, en marzo de 2013, el Papa Francisco expulsó al Cardenal Law de Santa María Maggiore, y en diciembre de 2017 el hombre se enfermó de gravedad y pasó, como dicen en los pasillos de las iglesias, a rendirle cuentas a su creador. Nadie sabe cómo le fue en ese encuentro, pero en la Tierra los fieles se santiguaron y dieron por terminado ese penoso episodio.

Sin embargo la práctica de la pedofilia de los curas, como se ha visto, está lejos de morir. Hace unos días, un reporte muy denso que fue entregado a un jurado en Pennsylvania sostiene que, en un período de 7 décadas, aproximadamente 300 sacerdotes abusaron de más de 1000 víctimas -la gran mayoría menores de edad-, que fueron las que tuvieron el coraje suficiente para denunciar las atrocidades que sufrieron. Hay más, por supuesto. La lista de todo eso es un compendio de infamias: una niña que fue violada por un sacerdote en un hospital inmediatamente después de una operación de amígdalas; otra que fue flagelada y violada por un cura en una sacristía: un sacerdote que tenía como costumbre violar y embarazar niñas para después inducirlas al aborto.

¿Qué factores son los que permiten la repetición de la pedofilia eclesiástica? Son muchos, sin duda. El prestigio de los sacerdotes como hombres entregados a una vida de servicio litúrgico y valores intachables; la confianza inquebrantable depositada en ellos; el férreo principio del celibato y la supresión de los deseos de los prelados; su hipocresía proverbial; la costumbre de la iglesia de proteger a toda costa a sus ministros de culto; la indefensión de las víctimas por ser menores de edad; el temor y la vergüenza de denunciarlos; el fuero inadvertido del que gozan los victimarios. ¿Cuándo se ha visto a un sacerdote encarcelado?

Está claro que son muchas las cosas que deben de cambiar. Eso ya le tocará al Derecho Canónico y a la estructura carcomida de la iglesia. Pero el único remedio, por lo pronto, es la aplicación de sanciones.

 

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