El susto que se llevaron los demócratas con la neumonía de Hillary Clinton tiene fundamentos históricos. Para los políticos, pero sobre todo para los presidentes, la salud está siempre detrás de la política, y las enfermedades son males pasajeros que deben ser ocultados del público. Y sobre todo, debe impedirse que los enemigos los conozcan, porque se pueden aprovechar de ellos. Donald Trump ha convertido la salud de Hillary en un dardo envenenado que apunta en su contra.
Muchos de los presidentes de Estados Unidos no han sido del todo sanos. Han huido de la enfermedad y la han ocultado con celo, y muchas veces la enfermedad los han acabado. William Henry Harrison, el noveno presidente de la nación, murió de una neumonía fulminante. Su mandato duró poco más de un mes, y su paso fugaz por la presidencia es un llamado de advertencia para los demócratas. Theodore Roosevelt, un presidente de hierro, dio un discurso con una bala en el pecho, diciendo que «hace falta mucho más para matar a un alce». Franklin D. Roosevelt, el héroe de la Segunda Guerra Mundial, odiaba que lo vieran en silla de ruedas, hasta que un infarto cerebral se lo llevó al final de las batallas.
Tal vez el caso más escandaloso haya sido el de John F. Kennedy, otro demócrata. Después de su asesinato se supo que padecía desde hace tiempo el mal de Addison, que afecta las glándulas suprarrenales, además de problemas intestinales y osteoporosis. Por fuera era de una fortaleza imponente, pero por dentro el esqueleto se le caía.
En estas elecciones, la edad de los candidatos cuenta. Mientras Donald Trump presume de una condición física envidiable, muchos dudan de su salud mental. Y a Hillary Clinton un desmayo con golpe en la cabeza la puso fuera de la Secretaría de Estado del presidente Obama. Los demócratas cruzan los dedos para que su reciente neumonía no sea una secuela trágica de aquel accidente.