Alsacia es una región de ensueño. Sus pueblos son casas de madera que salpican las montañas, sus caminos son recorridos por carretas jaladas por burros, sus catedrales góticas son monumentales y, a la vez, refugios para los humildes. Por sus dimensiones y su colorido, los pueblos de Alsacia parecen la escenografía perfecta para los cuentos infantiles. Y por sus viñedos -que se alargan en las riberas de los ríos-, la región parece el paraíso terrenal para los amantes del buen vino.
Sin embargo, por estar situada en la frontera de Francia con Alemania, la historia de Alsacia ha sido sacudida por la codicia y el celo de ambas naciones. Sus habitantes han vivido una serie de guerras interminables, y han sobrevivido por saber combinar lo mejor de las culturas que los han avasallado. Y parte de esas culturas ha sido la producción de vino.
El vino de Alsacia es reconocido mundialmente por su calidad, su aroma y sabor, y en los últimos años engalanó las cartas de los restaurantes más lujosos de Holanda, Bélgica, Dinamarca, Alemania y Estados Unidos.
Pero el año pasado una sombra de mala suerte se extendió por los viñedos de Alsacia. La pandemia del coronavirus y los aranceles impuestos por el gobierno de Donald Trump perjudicaron al mercado del vino francés hasta convertirlo en una zona devastada. Después de haber sido un lujo en las mesas de los mejores restaurantes del mundo, ahora el destino de la cosecha del vino blanco de Alsacia es convertirse en jabón para manos. Si: ante la imposibilidad de venderlo a sus precios reales, los dueños de los viñedos están obligados a regalar su vino para que se convierta en gel para las manos. Un producto mucho menor en todos los sentidos,, vendido a precios irrisorios.
La gente de Alsacia no lo soporta.
Es como si en México el mejor tequila terminase siendo un desinfectante para baños.