Ahora Kate del Castillo dio una entrevista para The New Yorker. El tema, por supuesto, fue la reunión con El Chapo. Su objetivo es dar su versión, contradecir tímidamente la entrevista de Sean Penn, dar unos cuantos detalles de más, y sobre todo afirmar que ella actuó de buena fe y no es culpable de nada.
Tal vez el único detalle que habría que considerar es que Kate desmiente la afirmación de Sean Penn sobre el presunto retén de militares que los dejó pasar para ver al Chapo. Lo demás no importa. Lo único que importa es que nadie puede ir a visitar a un asesino que debe miles de muertes y quedar impune. No importa si es un periodista, un escritor, un artista o un actor de renombre. Cualquiera que se reúna con un asesino tiene la obligación de denunciarlo. Si no lo hace, debe ir a la cárcel.
Al ir a ver al Chapo, Kate no buscaba, ni mucho menos, denunciarlo. Quería fama, más de la que ya tiene, quería estar junto a un narcotraficante poderoso, quería poder y quería dinero. Sean Penn, con un discurso más barroco, dice que quería modificar la política contra la criminalización de la droga. Por supuesto que eso es falso. Quería también su porción de fama, su brillo de estrella intrépida capaz de meterse al mundo oscuro de la mafia, su reconocimiento como actor comprometido con los marginados.
Ambos, Kate y Sean, hicieron algo condenable, que no tiene nada de periodístico, ni de artístico, ni siquiera de inteligente.