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Lecciones de la pandemia

La pandemia nos ha enseñado, hasta ahora, que somos ante todo ciudadanos del mundo. Las fronteras y las banderas volaron por los aires y se desintegraron ante la propagación del virus. La vecindad de los contagios resultó inevitable. El mundo ha cambiado mucho desde las pandemias que azotaban a las poblaciones en la Edad Media. Las personas ahora se transportan a grandes velocidades por tierra, por mar y por aire. Ya no se puede culpar a nadie de haber sido el foco de propagación del virus. Primero se trató de hacerlo con China, pero la rapidez de los contagios dejó muy atrás al país de origen. Todas las naciones han sufrido la trasmisión del coronavirus, y es muy difícil -si no imposible- rastrear a todos los agentes portadores.

Originalmente los contagios del coronavirus se extendieron rápidamente por los países europeos. Italia y España sufrieron las consecuencias de que sus ciudadanos hayan estado en las naciones más afectadas por la pandemia. Y originalmente, también, muchos países parecían libres de contagio. Regiones enteras parecían estar a salvo. Entre ellas, África, el norte de Asia y Sudamérica. Pero pronto se disipó esa cortina de humo. Hoy en día, a la vuelta de los primeros meses de la epidemia, dos de las naciones más azotadas por el mal son Rusia y Brasil, los colosos territoriales de sus propios continentes. En las primeras semanas del mal, esos dos países no figuraban en el mapa de los contagios. Ahora están solo debajo de Estados Unidos, el país líder en contagios y muertes en el mapa fúnebre del coronavirus.

La epidemia nos ha abierto las puertas de una nueva solidaridad. Ha igualado a las naciones y a sus pobladores. Así como hemos aprendido que nadie está a salvo de los contagios -a pesar de que las medidas de protección se han multiplicado más que en cualquier otra enfermedad-, hoy sabemos que todos nos tenemos que apoyar para salir juntos del mal. Como sucedía en los tiempos bíblicos, donde pequeños grupos se apoyaban dando todo lo que podían.

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